Menú
Reseñas

Obligar al desertor hasta totalizarse en lo uniforme

En El depósito (Ediciones La Visita) de Felipe Malhue, se teje una narrativa visual que va más allá de la mera documentación, donde se muestra la realidad portuaria a través de las páginas de un fotolibro que revela, simulando la apertura de un contenedor, una exploración histórica y una llamada a la reflexión sobre la uniformidad, la explotación y la resistencia en un mundo donde cada trabajador se convierte en un número.

XVI. Se prohíbe a los esclavos pertenecientes a

diferentes amos, reunirse de día o de noche.

-Artículo del Código Negro,

reglamento esclavista francés de 1685.

Por Juana Balcázar

Un contenedor metálico de color rojo se abre, es del porte de tu mano, y puedes ver todo lo que carga, cómo se eleva y deposita en esos enormes barcos que van a otros puertos, cruzando el océano con toda su producción. Los sonidos de la maquinaria portuaria resuenan entre sus páginas, y no solo las máquinas suenan, también el roce de los cascos y los trajes de aquellos humanos que transitan entre sus depósitos.

Felipe Malhue quiere que sepamos aquello, el fotoperiodista introduce al lector a tocar con sus propias manos ese contenedor mediante el relieve de su portada. Al abrir esa pesada puerta de metal, vemos a dos hombres entre la bruma costera, también una frase: «construcciones ordenadas, hasta totalizarse».

Primero se encuentra el guiño a su propia biografía, que está como resabios en la crítica detrás de esta obra. El autor establece en la última página que desertó cuatro veces cuando cursaba primero medio, hasta descubrir su interés por la fotografía. La imagen del desertor en la época de la producción a gran escala, es una amenaza. Figuras como el descanso, la distracción, la búsqueda y el ocio atentan contra la producción, el orden y la uniformidad que obliga el trabajo.

Este segundo cabo es importante de destacar. Felipe trabajó de forma intermitente por un año y medio como movilizador en dos recintos extra portuarios, donde se almacenan contenedores en el puerto de San Antonio, un recinto que el 2021 transfirió más de 22 millones de toneladas, convirtiéndose en uno de los puertos con mayor actividad del país, según su página web.

Aquí la fatiga del trabajo se observa en cómo Malhue retrata «el descanso» de sus compañeros, jugando también con algunas metáforas que se construyen en sus fotografías; el ejercicio de la contraposición lo demuestra: se observa una lagartija muerta pegada al caluroso metal de medio día, y luego en la siguiente página, un hombre sentado en una silla, cubriendo su rostro para evitar que ardan sus pieles en la faena portuaria.

No hay rodeos en la narrativa de Malhue. Y es por eso que tampoco hay descanso para el lector. Vemos a otro trabajador que aprovecha una escalera para ver un rato su celular, una bocanada de aire en la jornada laboral extenuante. Es desesperante, justamente, y así es el trabajo.

Felipe interrumpe de forma abrupta su fotolibro a la mitad. Ahora ya no estamos uniendo cabos de un gran buque, ahora vemos cabos de un barco esclavista, donde el artista nos muestra un plano con doscientos noventa y dos esclavos ordenados en el fondo de un navío. Parecidos a los compartimientos donde se debe cargar día y noche los contenedores de metal.

El autor te asecha, la propia voz narrativa que ordena las fotografías, de repente se transforma en un capataz de alguna plantación azucarera. Y no te deja respiro, una tras otra, las fotografías tomadas son más que una crítica, son vivencias, que juegan con el pasado, con metáforas que él mismo te obliga a unir.

El depósito es incluso un registro histórico, una investigación con base en la comparación de elementos actuales y pasados. En esta obra no solo vemos cómo los contenedores van y vienen, el autor le da cuerpo y rostro al trajín extenuante de sus trabajadores.

Una fotografía que llama la atención, y que abre el fotolibro, es el casco lleno de stickers o calcomanías, un intento de diferenciarse de la uniformidad de los contenedores, en color y forma. Es una pequeña acción para que no todo sea igual, frente a la imposición que se produzca más que el día anterior, que la semana, que el año. Que no existan descansos, ni desertores, ni ocio.

Y ese parece ser el último cabo, frente a esa primera imagen descrita en el párrafo anterior, el fotolibro cierra, con ingenio, con una selfie de Felipe, uniformado con su casco, donde se encuentra escrito su nombre, transformado en un objeto de producción incansable igual que un puerto, o que un contenedor.

No se distingue su rostro porque en un puerto no hay personas sino números, como en todo. Números de trabajadores, números de carga, números de contenedores, números de producción. Y al dar vuelta esa página, la foto de él cuando era un niño, sosteniendo su nombre, siendo un presagio de ese intento de uniformidad desde la infancia, bautizado con nombres y apellidos, para que ocupen un espacio en aquel planner donde se guarda la lista de los trabajadores del puerto de San Antonio, o la lista de clases, con número identificatorio para que no se vaya a perder el desertor, y salga de la línea de producción.  

(*) La ilustración es de Vladimir Morgado. Las fotos fueron cedidas por el autor.

Sin comentarios

    Leave a Reply