Un lanzamiento viñamarino es el que reseña esta vez nuestra redactora, de una poeta que ha regresado a casa.
Un anfiteatro de inspiración francesa es el lugar que acoge a la audiencia del lanzamiento del libro Memoria del Alzheimer, de la destacada poeta de los ochenta Natasha Valdés. Es un día especial, estoy frente a un discurso y personajes con historia. Una vez instalada, me atrapa por un segundo la comodidad de las butacas y el surrealismo de las imágenes proyectadas al fondo de la sala a cargo de After Poetry.
La autora responsable del evento fue una pionera de la nueva poesía de mujeres en plena dictadura. Esto me inspira a prestar atención plena. De la mano de destacadas escritoras de la talla de Elvira Hernández, Carmen Berenguer y Heddy Navarro, entre otras, Valdés fue productora del discurso lírico femenino de Chile cuando las mujeres no eran consideradas más que una especie de apéndice que debía apegarse al código poético heredado por hombres. Me pregunto, al 2022, cuánto de esto ha cambiado realmente.
Portadora de un lenguaje desenfadado desde antaño y, ante todo, fiel a sí misma, «Natasha escribía poesía con el cuerpo entero», señala Tomás Harris. Hoy en día, una dama de pelo blanco, vestida de fiesta, acompañada de arrugas, aros brillantes y una estupenda cartera Louis Vuitton, viene de vuelta.
Espléndida. Es la principal responsable de que, tras largos años, Francisco Rodríguez, Juan Cameron, Teresa Calderón y Tomás Harris compartan mesa en una bien cuidada lectura de larga tradición. Fueron compañeros de carrera en el Campus Oriente y en instancias como el taller literario de Roque Esteban Scarpa y Alfonso Calderón. Escritores «de una época compleja, que les enseñó a amarse aún más», se les nota el cariño con creces.
Hay en el encuentro una sensación de nostalgia generalizada que refiere, quizá, a su amor por la poesía o a las reflexiones que despertó la adelantada lectura del libro. Se les ve tejiéndose honores con solemnidad, celebrando la literatura con mucha clase, como sólo ellos podrían hacerlo. Les escucho y observo con ánimos de encontrar detalles malditos y poder cuestionarles, pero son personalidades dinámicas, que rondan el humor y lo disfrutan. Repasan con ligereza experiencias de vidas acomodadas, mientras los presentes hacen eco con comentarios y la cara llena de risa. Dejo atrás mi afán mala onda.
De la mano de Teresa Calderón reflotan sensaciones de la liberación que se estaba irguiendo en las mujeres durante los ochenta:
–Sentíamos que el mundo era enorme y no podíamos perdernos los carretes por ser mamás. Andábamos con los niños en las reuniones de la Sociedad de Escritores de Chile, en el Café del Cerro. Andábamos con ellos a las tres de la mañana, dando mucho jugo. Éramos las mejores mamás del mundo.
Engancho. Inevitablemente se me escapa un «Ídola».

Me gusta la soltura con que los cuicos pronuncian las chuchás. Pareciera que a ellos, en sus brillantes trajes y pieles perfumadas, todo les sienta bien. Pueden, a diferencia del resto de los mortales, revelar escenas cuestionables con soltura porque siempre algo va a salvarles, ¿o no? Cuando estoy al borde del resentimiento, nos internamos en el corazón del poemario y motivo de esta reunión. El tono cambia, todo se oscurece un poco.
Memoria de Alzheimer nos introduce en los íntimos pasadizos de la historia de Natasha y su amado Lou, a quien le ha traicionado la memoria producto de esta confusa y desconocida patología que aterroriza y aflige. Tanto en sus versos como en la vida, ella se ha transformado en una total desconocida para su compañero. Desde luego, a pesar del optimismo característico de la protagonista, que brilla y entona con fuerza, hay profusa tristeza en este libro, así como en la lectura de los pasajes, capaces de traspasar al oyente, a través de un expresivo rostro, el dolor y desconcierto de la escritora.
Cada poema es una suerte de recordatorio frente a la impermanencia. Una crónica de sensaciones, de una ausencia no deseada. La hablante se dirige al ser amado, obligada a acomodarse a las impuestas circunstancias, configurando una añoranza que intenta rehuir el melodrama sin demasiado éxito. A través de las páginas se intensifica la tragicidad, por ejemplo, en el relato de las acciones cotidianas que ya no son compartidas.
Ella también se siente como un objeto abandonado. Sus versos involucran la dimensión afectiva y la angustia de una enfermedad que no tiene explicación, y sin embargo cabe afrontarla y vivirla hasta el último día, con resignación, entregada a los misterios del destino… ¿Qué hacer con la vida que no se detiene? ¿Y con las preguntas que quedan sin respuesta? Escribir, diría Natasha.

Al final del viaje, estamos todos ansiosos por brindar. De eso me percaté en el cóctel.
Aprovecho el ajetreo para explorar y acercarme a conversar con los notables personajes presentes. Están felices. Se abrazan y piropean entre sí. Pasado un rato, y un par de rondas de tinto, muchos de ellos comienzan a hablar en inglés. Oh my god. La suerte de hermandad que existe entre ellos me recuerda a la complicidad con mis amigxs, empujándome inevitablemente a preguntarme qué será de mí en cuarenta años más. Proyecto una imagen horrorosa. Me río con mi acompañante y un regio vino. Por ahora nada importa.
Allá, la tropa de escritores del beau monde; acá, yo, de turista. A diferencia de ellxs, no tengo casta, sólo soy una infiltrada y triste funcionaria del arte, a quien muchas veces le pagan en metáforas. Me sumerjo en las aguas profanas de este pituco evento. Voy donde Natasha con mi mejor sonrisa, solicito el volumen intentando no perder el equilibrio. Lanzo un par de preguntas fuera de lugar en un ánimo por romper el hielo. La anfitriona es acogedora y enérgica. Sonríe, me extiende el libro y firma: «Para Catalina, estos poemas de amor y dolor.»

(*) Fotos de Kika Francisca González.
Sin comentarios