Uno de los principales poetas de Temuco es Ricardo Herrera Alarcón, editor también de Bogavantes, que tiene un pie en el sur y otro en Valparaíso. Su nueva entrega es Adicciones y fobias.
El poeta Ricardo Herrera Alarcón habita en la Región de la Araucanía, geografía históricamente abatida por contradicciones y desencuentros. Mismo asunto sus letras, espacio donde predomina una voz desencantada, que retrata el mundo de la derrota y resulta de gran nostalgia para el lector.
Con una trayectoria profesional de más de veinte años, que comprende, entre otras labores, cinco libros –Delirium tremens (Casa de Barro, 2001), Sendas perdidas y encontradas (Kultrún, 2007), El cielo ideal (LOM, 2013), Carahue es China (Bogavantes, 2015), Santa Victoria (Inubicalistas, 2017)–, una antología –Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (Aparte, 2020), de cuya publicación el escritor y editor Nicolás Meneses señaló en la revista Dossier «ha sabido labrar un terreno propio»– y un par de revistas digitales, el autor configura indiscutiblemente una referencia en la movida literaria del sur de Chile. Adicciones y fobias, su última publicación, en la Editorial Bogavantes, es la razón de esta entrevista.
La enmarañada propuesta reúne las preocupaciones del autor –lenguaje, memoria, tradición, etc.– en un esqueleto poético de escritura contundente, constituido por nueve secciones con sus respectivos títulos que, en apariencia, existen de manera autónoma, pero que terminan compartiendo lo esencial: su espíritu y cadencia.
El hablante se observa a sí mismo, con honestidad, desde la esquina de los outsiders. A través de enigmáticos cuadros oníricos emergen la intimidad, lo personal y los vicios, repletos de rasgos delirantes que evocan el surrealismo.
Conviven en este volumen lo cotidiano, el fracaso, la confusión. Releo, intentando arrancar algún destello a sus figuras, pero sólo a espasmos aparece algo parecido al humor, una especie de simpatía derrotada.
Su imaginario y metáforas problematizan e integran la tradición poética nacional para destacarla, desarmarla y jugar con ella a través de algunos ejercicios de estilo. El poeta dialoga con la memoria en ánimos de reivindicación –y no panfletarios, según expresa–, pero acude a figuras, utopías y emblemas de largo uso común.
Adicciones y fobias es el espectáculo de un inconsciente con huella de excesos, alucinógenos y emociones aflictivas, resultado del trabajo de un sujeto que entiende la poesía como objeto que ayuda a transitar la vida, así como asunto político que construye y revela una posición en la sociedad. Mujeres, memoria, fantasmas, hogar, muerte, literatura, depresión. Todo habita en esta ópera sensible.
Anoto en mi diario querido diario estoy hasta las masas
me acuesto demasiado cansado sin deseos de soñar
pero la oscuridad y el cuarto me traicionan
y aparezco levitando sobre una calle sin obreros sin zombis sin sangre
querido diario
en mi sueño
barro una casa día y noche
lavo unos platos día y noche
cansado de esta épica cotidiana me doy a la fuga
por unos callejones oscuros
mientras suena una versión de mira niñita en metal industrial
todo sucede a colores primarios
quiero despertar de este sueño y no puedo
querido diario
—¿Eres el mismo después de terminar un libro?
—Yo creo que sí. No creo que un libro te vaya a transformar. O sea, puede hacerlo si es que antes no has escrito uno. Pero si llevas un tiempo en esto, no creo que te transforme en absolutamente nada. Lo único que me trajo este libro fue una sensación de vacío, lo que no me había pasado con libros anteriores.
—¿Por qué escribes?
—Empecé a escribir porque me llamaba la atención las vidas desquiciadas de los poetas. Esa fue mi primera motivación, quería ser un tipo desquiciado. Era adolescente. Me llamaba mucho la atención la vida de Huidobro, de Rimbaud, de Apollinaire en la guerra… A otros les llamaría la atención los astronautas; a mí, la vida de los escritores. Después me di cuenta de que escribir es una pega difícil, no es solamente tomar y drogarse, sino que era un tema muy complejo, que significaba trabajo y soledad. Más que estar con los amigos, significaba estar solo y leer… ¿Por qué sigo escribiendo? Siempre vuelvo a un poema de Fabian Casas que dice: «Era uno de esos días en que todo sale bien. / Había limpiado la casa y escrito / dos o tres poemas que me gustaban. / No pedía más (…)»
Creo que ese poema puede graficar lo que me pasa: cuando escribo, me siento bien. Cuando no escribo estoy fuera del mundo, desencajado, le respondo mal a mi señora, no me río… Digamos, no sé por qué, que cuando estoy escribiendo, siento que estoy en el centro. No como decían los griegos, en el Axis Mundis, pero sí que estoy haciendo lo que tengo que hacer. Al mismo tiempo, me rebelo y pienso: ¿por qué tengo que estar haciendo esto?
—¿Cómo surge la escritura de este proyecto?
—Nace de una preocupación. Un amigo un día me dijo que en mis anteriores publicaciones estaba muy presente la idea de concebir el libro como un todo. Adicciones y fobias fue la explosión de esa idea: ¿por qué un libro tenía que ser algo cerrado? Y bueno, comencé este proyecto poniendo el acento en que sus partes fuesen independientes y no dialogaran necesariamente entre ellas, pero como siempre me pasa, la escritura se fue dando hacia otro lugar. Quiero decir, aunque cada parte es autónoma, tiene diferentes estilos, juega a proponer temas y formas, sí existe relación entre una y otra. El libro puede concebirse como un álbum de música, con distintos estilos, pero con un fondo común.

—¿Cómo fue el trabajo de la portada?
—Tenía esta intención de recuperar el pop art, algo onda Andy Warhol. Lucho Riffo, que es un gran editor y mi compañero en Bogavantes junto a Marcela Vidal, enganchó e hizo esa portada que me encantó. Después de varios intentos, esto fue lo que resultó: mi imagen, mi padre, mi madre y Salvador Allende, que para mí es tutelar. Yo soy un allendista, un tipo superpolítico, comprometido con un ideario político. Mi poesía transita mucho por ahí, pero no en el aspecto panfletario, sino en mi propio ámbito.
—De la lectura de tus poemas se desprende una gran nostalgia.
—Yo creo que sí. Debiera hablar de la nostalgia del futuro, pero hablo de la nostalgia del presente. Cada vez que estoy viviendo algo, estoy pensando en que no lo voy a poder volver a vivir en el ahora. Creo que sí, es un libro nostálgico en alguna medida. En un sentido no rabioso, pero de coraje con la vida. La vida es maravillosa, pero también te quita.
—Eres un poeta del sur, vives en Temuco. ¿Qué papel ha jugado el entorno en tu escritura?
—Uno vive en un lugar sin preguntarse por qué está ahí. Pero a partir de un libro que escribí, Carahue es China, comencé a preguntarme: «¿Qué hago acá? ¿Por qué estoy acá? ¿Por qué la gente habla de identidad, de territorio, de Wallmapu?» Soy muy respetuoso de todos los conceptos. Como ciudadano, me siento un defensor irrestricto de las luchas de los pueblos originarios, pero ojo, al mismo tiempo, como escritor, cuestiono los caracteres identitarios y los lugares comunes. Escribir desde el sur es escribir con una mochila tremendamente pesada, a lo mejor más pesada que al escribir desde Santiago o Valparaíso. Uno acá carga la mochila de Neruda, de Juvencio Valle, de Omar Lara, de Jorge Teillier; son mochilas pesadas. He tratado de asumir eso. Primero de una manera inconsciente, y luego, de una muy consciente. En ese sentido, he intentado desarrollar un proyecto escritural que trata de problematizar no sólo esos imaginarios, sino también los de la poesía etnocultural y, desde allí, hacerlo que puedo hacer, que es lo que interpretan los lectores, no lo voy a decidir yo.
—Háblame de la diversidad estética de tu territorio.
—Acá hay una gran cantidad de escritores. Yo tengo una revista, por ejemplo, con mi colega de Bogavantes, que se llama Viaje inconcluso, y otra con mi amigo Cristian Rodríguez, Elipsis. Son revistas digitales que nacen justamente de la necesidad de generar crítica desde acá, sin estar esperando que te validen desde fuera. Nos dedicamos a generar opinión, producir y analizar libros. Tampoco es únicamente para visibilizar a gente de aquí: hemos cobijado a autores desde el norte de Chile al extremo sur, y también de otros lugares de América Latina, con excelente recepción. Entonces, hemos conformado este aparato crítico con escritores de Temuco: Claudia Jara Bruzzone, Pablo Ayenao, Cristian Rodriguez, Romero Mora-Caimanque. Ellos son autores menores de cuarenta años, de acá, reinteresantes.
—¿Crees posible el desarrollo de la literatura sin el aporte de la crítica profesional?
—Está la idea del escritor irresponsable, un tipo vividor –o como quieras llamarle– y me parece muy válido, pero también hay un momento en la vida del escritor en que debe salir de sí mismo y mirar hacia afuera. Existe esa responsabilidad y uno no la puede eludir. Esto lo vine a entender recién como a mis cuarenta años: el trabajo colectivo, compartir lo que los demás hacen, es fundamental para que la literatura se difunda. Leerse críticamente y hacer crítica en el mejor sentido de la palabra. Me parece muy acertado cuando Clemente Riedemann dice: «Criticar un libro es también un acto de generosidad.» Los escritores no somos solamente lo que escribimos, somos también lo que opinamos.

—Esta trilogía: el que habla, el que escribe, el que vive, ¿es capaz de separarse? O, al contrario, ¿cómo se integran?
—De manera muy compleja. Soy un tipo viejo, tengo cincuenta y dos años y, lamentablemente, en este país hacer de la literatura tu forma de vida significa ser outsider, es una cosa muy rara. En Chile ser escritor significa poco menos que andar en las cunetas. Entonces, cuando me di cuenta de que eso estaba mal, comencé a decirles a mis amigos que se podía ser escritor, ser un tipo decente y no morir antes de los treinta años. No eres un rockstar ni nada por el estilo. Uno tiene siempre la imagen del poeta maldito, esa imagen francesa… Rimbaud le ha hecho muy mal a la poesía chilena, en mi opinión. Y también Neruda, con esa idea del poeta exitoso. Yo creo que un poeta debe hacer su trabajo lo mejor posible y puede vivirlo de manera extrema o no. A mí, personalmente, me ha costado mucho hacer convivir la escritura, la vida y lo que eso significa.
—Hay una mujer presente todo el tiempo en tu poesía…
—Sí, bueno. En todo el libro es muy importante. Mira, a mí me costó mucho sacarme ese gen de lo patriarcal, porque mi padre, aun siendo un artista, era un tipo muy machista. Nunca lo vi haciendo nada parecido a «tareas de mujeres». Y yo mismo, siempre viví solo. Llegué a formar una familia recién a los cuarenta y cinco años. Por tanto, vivir con mi mujer y mi hija ha significado un aprendizaje muy grande. Nunca he sido un tipo machista, pero creo que en Chile es difícil escapar de eso… En el libro está muy fuerte la presencia de mi madre, de mi hija. También está presente la idea de la mujer como un fantasma, en distintos apartados. Yo creo que es fundamental porque, para mí, la presencia de mi madre lo es, absolutamente, en ese sentido que le daba Maturana, la imagen matrística de amparo, de felicidad, de regocijo. Todo lo que significa. Sobre todo en la primera parte, «En el Jardín», como un algo que quiero alcanzar… En esa parte del libro soy un tipo que está fuera y quiere asaltar una casa precisamente para llegar a una mujer, y que esa mujer pueda aceptarme como soy.
—Publicaste una antología.
—Es una antología que nace de personas que ni siquiera conocía y creo que es como mejor suceden las cosas. Fue en el año 2020, cuando recién comenzó la pandemia. Fue superimportante para mí, iba a cumplir cincuenta años en ese momento y, si bien había pensado publicar algo, jamás pensé algo así. Lucas Costa fue quien me contactó, un poeta de Santiago. Fue un trabajo como de tres meses que me gustó mucho. Creo que resultó un libro decente. Después también me hice amigo de Rolando Martínez, que es el editor. Le tengo mucho cariño a ese trabajo, es mi primera antología y permitió que me conocieran otros lectores, que se supone es lo que los escritores desean, aunque en mi caso prefiera pasar desapercibido.
(*) Retratos de Kika Francisca González.
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