Recuperar el quiosco como espacio cultural es la misión de La Kioska. A casi un año de su creación, es perfilado su impacto territorial.
Por Silvana González
Botillería Locomotora, Chernobyl, almacén Dog Chow. Falta la heladería de conos que casi eran un papel. También la feria. Aunque no es jueves ni domingo.
No se venden cigarros en este quiosco. Eso es ley. Mucho menos copete. Aunque a veces, le dan ganas de instalar una barra y servir unas cañitas. Me recibe «la Revolucionaria», como cuenta que le dicen quienes se acercan día a día. Una atracción inevitable los llama.
Justo en la esquina de Quebrada verde con Pacífico brilla el látex negro, como recién pintado, de La Kioska. Relucen sobre la negrura formas de colores pintadas a mano. Por detrás, un escrito: «Nunca sumisa, siempre choriza».Del 212 salen y entran personas que, antes de cruzar la calle, pasan preguntando por La Estrella.
–Es el que más se vende.
«Detenerse en las apariencias es no saber realmente leer, ya que la lectura requiere la mirada que la atraviese», escribe Emmanuel Alloa en ¿Cómo no leer las imágenes?
Termina de acomodar en los plásticos transparentes un breve espacio para La Estrella, Las Últimas, El guardián de la salud y Le Monde. El resto del montaje consiste en algunas revistas y muchos fanzines, arte gráfico impreso en diversos tamaños y colores. Desde unas libretas en miniatura, en las que daría pena escribir por su tierna dimensión, hasta libros como el de Emmanuel Alloa (sólo querían darle el espacio fanzine a mujeres, pero fueron cediendo).
«Yo nunca leo, sólo miro las imágenes» (Andy Warhol en una de sus páginas).
La gente pasa mirando las imágenes impresas en risografía, serigrafía, en dibujos, fotos. Atraídos como abejas por el color. Algunos contestan en voz alta a la plana del LUN: «Un coco e’ mono ganan los conserjes. Eso es lo que ganan.» De paso, dirigen sí o sí una palabra a la kioskera.
–Listo, estaríamos.
El graznido amargo de las gaviotas playanchinas de la mañana. El sol está pegando fuerte, pero el viento lo aplaca antes de que alcance a quemarnos. Son las diez y media. «Estos son los únicos diarios que pongo. Ah, y El Mercurio, que no lo pongo nunca, si me lo piden ahí está.»
Lo piden para usarlo de cama para los perros o para limpiar algún vidrio. Los vidrios del quiosco son traslúcidos. Mi primer comentario es sobre este alcance. «Es que los tapan y los llenan siempre de dulces, de cigarros.» El pequeño recorte que asoma la mano vendedora es algo que recuerdo. «Yo no, trato de que siempre quede despejado», me explica. «Así luce mejor.»
En este rato se han acercado ya tres señores. Entre ellos conversan, aunque los diálogos rebotan igualmente en nosotras. Sobre todo, en ella. Tiene el pelo arremolinado, hacia arriba, coronado por unos lentes negros y redondos que, sumados al delantal oscuro y los botines, la asemejan a una científica o exploradora investigando este territorio que le llegó, como a muchos un camino distinto, por la pandemia. Una vía para hacerse unas monedas, en el principio. Después, un lento acostumbramiento a la zona. El quiosco era de su tío, Sergio Muñoz. «Y lo tenía pa’ la cagá», lanza uno de los merodeantes. Pero los quioscos escasean. Quedan como pequeños búnkeres con su parpado cerrado. Acá mismo, en el sector, hay dos más durmiendo.
La única vez que Nicole tuvo que asirse del lema de La Kioska fue cuando le tiraron un tarro de cerveza adentro. «Oye, no po, aquí hay una caja para la basura. ¿Me vay a pegar?» Está lleno aquí de gente. Pero no sólo hay gente: también hay, colgando de un techo cercano, una cámara que la apunta directamente. Es de la vecina que pasó hace un rato y saludó cortito. Me cuenta que tiene una tele en donde mira siempre que nadie la moleste.
Nicole Preuss y su pareja Majo Puga, desde un enfoque feminista, tomaron el quiosco y lo transformaron lentamente en La Kioska. Este mes se cumple un año del primer día. El tío de Nicole le pasó la lista a mano de los clientes habituales. Dijo no poder abrirlo más. Durante la pandemia, ella venía de la micro desde cerro Perdices, su terruño, a la altura del María Auxiliadora. Desde allí repartía hasta llegar aquí. Aún lo sigue haciendo. Entrega el diario habitual sin cobrar delivery, para así mantener la vigencia del papel, reivindicarlo.
–Tengo la costumbre de ver las portadas por internet y en ninguno sale lo que pasó el domingo con la Denisse. Estaban diciendo que eran fuegos artificiales, pero fue claramente una lacrimógena. Se desangró porque le llego justo acá –se le deslizan un poco los lentes cuando se indica el cuello–. No es la idea traer el diario normal, el que no dice nada.

Suena Charly desde su teléfono: «No voy a parar/ Yo no tengo dudas/ No voy a bajar/ Déjalo que suba.»
Dejaron de imprimir el The Clinic, dejaron de imprimir El Irreverente. El papel se acaba, piden diario en los talleres de arte para limpiar máquinas, secar los vidrios. Ese que hace rato escasea. Primero fue la guía telefónica; ahora parece que será el diario.
Hay un señor que llegó de los primeros. Nicole le pregunta por la Judith. Lleva un pañuelo rojo al cuello y dice que fue a dejar su perrita al veterinario, que está a dos pasos. Maullidos se han entremezclado todo este rato entre el palanqueo de las micros. Ello dificulta una conversación que poco se entiende a sí misma. «Aquí Valparaíso tiene las cuatro estaciones del año al mismo tiempo, lluvia, viento, sol», se queja. «Miré a la perra ahí y no estaba adentro.» Hablan del gas: «Nos siguen robando. Están coludidos. Yo trabajé en la ENAP y el gas es lo mismo, mijita: el Abastible el Lipigas. Todos los tubos traen acetona. ¿Y pa’ qué? Porque el gas del estanque tiene que subir. ¿No te hai dao cuenta que cuando sacai el regulador está medio mojado?» Revela también que Sergio no siguió abriendo el quiosco porque ya no le vendían más los diarios por la edad.
Le pregunto a Nicole cómo fue insertar el proyecto en un comercio de abarrote. Al principio les costó, dice, mirando por un momento el vacío, en un gesto igual al de les abueles. Es discreta. Pero a la mayoría de los locatarios les encantó la onda cultural que le daba al barrio. Los quioscos no son de nadie, no se pueden vender. Es sentenciosa. Llega otro anciano, es luminoso. Le pregunta a la Revolucionaria cómo le fue en la feria. Se atraviesan conversaciones. Cruzan por la calle dos personas más. Ahora somos cinco los que asediamos a La Kioska.
«Bah, se devolvió este veterano. El United Press International, así le decían, porque siempre llegaba con la última noticia.» Parece que en esta calle había diarios parlantes antes de que existiéramos y siguen andando por allí con boinas y pañuelos rojos al cuello. «Muchos son retornados políticos, del partido.»
–¿Así que te fue bien?
–No me quejo, estuvo buena la feria, vendimos varios fanzines.
Hace un par de semanas hubo una feria en el Mercado Puerto. Participaron varios talleres de arte gráfico: Granizo, Un lugar, Entramar, Cerro Press. Todos han buscado a La Kioska para exponer. Tomo uno del taller Visto Bueno.
«Violencia es tu represión.»
«”Sabíamos que había desigualdad, pero no sabíamos que les molestara tanto.” Polo Ramírez, periodista Canal 13- Bienvenidos. #FUERAPIÑERA»
Recuerdo la percepción fanzine de una amiga fanzine: acogedora, es una herramienta muy práctica, informativa o contrainformativa, aplicable a distintas técnicas del desarrollo creativo.
El fanzine rompe con la estructura, su lectura es rápida, a diferencia del diario. Hay una visualidad que amarra al lector. Y aunque los fieles clientes del quiosco necesiten el formato largo, esta alternativa genera la escisión necesaria para que se pegue en la retina. Una acertada imagen lo complementa. La morfología del papel. También su buen remate.

Hay otra forma de interacción. La Nancy Mansilla y La Pan Galería le dijeron un día que hicieran una vitrina / galería interactiva / sitio web. Paula Espina, la diseñadora que también pintó el local, hizo la página a la que se accede por QR y en folleto. Allí se hace una pregunta que se puede contestar a través del buzón en físico.
La pregunta de este mes reluce en un miniatril fosforescente: «¿Qué le dirías a Valparaíso?»
Le pregunto al hombre luminoso:
–¿Qué le diría a Valparaíso?
–Puta, Valparaíso, lo quiero tanto.
Nos interrumpen. Otros maullidos lejanos. La señora de la cámara le trae un pago atrasado. Más tarde conocí su living y un baño que me prestó amablemente. Allí estaba, leyendo el diario frente a un plasma que mostraba nítidamente a La Kioska en blanco y negro.
Retomamos:
–Que ha sido un placer enorme haber nacido en Valparaíso y sentirme porteño de corazón. Aquí es donde crecí, donde conocí mis mejores amigos; bueno, hubo malos también. Eso le diría. Valparaíso lo es todo para mí. Lo que más me gusta es el amplio mar, el hermoso mar. Ya me voy a inspirar más en la casa, voy a llegar a escribir –tararea una canción de Paul Anka.
Hay una canción de Paul Anka; «Eres mi destino. You are more than life to me.»Parece que La Kioska es una excusa para redirigirse hacia el puerto. Pienso en el mar implacable que se ve unas cuadras más arriba, en Mercante. Uno que parece esparcirse por sobre las cosas. O sea, que emergen de él las grúas en vez de estar encima. Y en que a veces se ve blanco como la leche, cuando la mañana está brillante, y que emociona a los ojos de los ancianos, los que logran llegar hasta el mirador y darse una vuelta antes de comprar el diario.
Vuelve el señor de la perrita. Le preguntamos cómo va. «Se murió», dice con una tos disimulada. «Mi señora está pa’ la cagá.» Está amargado el United Press International, con la última noticia.
–Y tú, Nicole, sentada en el quiosco, llevándole el diario a los que no pueden salir de sus casas, ¿qué le dirías a Valparaíso?
–Que tiremos p´arriba, si Valpo es lindo. No sé si dependerá de alcaldes o alcadesas, pero de nosotros mismos no más, desde el territorio tirar para arriba, acá hay hartos negocios que están tirando la buena onda. Podemos hacer algún tipo de red o mapa entre nosotres.
Así no quedar tan aislados por el mar, pienso. Yo le diría a Valparaíso que hay que mirar cómo la gente sigue necesitando el papel (aunque sea para limpiar) y cómo las letras e imagen siguen reuniendo, aunque sea por un ratito, bajo el sol.
(*) Fotografías de Kika Francisca González.
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