Nuestro cronista busca en imágenes audiovisuales y sus recuerdos la herida que abre la utopía del justo descanso obrero en el litoral central, recuperada por Escenas perdidas de Felipe Montalva.
En tiempos donde el eco de las botas militares empieza a escucharse nuevamente por las arterias del país, y de su suelo brota el aroma a sangre que parecía escondido, flor de esos días; donde la derecha, cual hienas claman por la cabeza de ministros, subsecretarios, asesores y parlamentarios, o exigen perdonazos para aquellos que hace cincuenta años quebraban por la mitad a este pasillo latinoamericano que es Chile, argumentando humanidad. En estos tiempos de tirria y cólera, donde falsedades terroríficas son presentadas como distintas lecturas válidas de los hechos, fragmentos de un pasado delirante jalado hasta la médula, el debate se empieza a disputar en otra arena: la pugna por la memoria.
Hace unos días el documentalista Patricio Guzmán cumplió un año más de vida, nombre esencial para la reconstrucción, mediante sus obras, del sueño y ocaso socialista en los setenta, y una publicación en una red social lo celebraba con una de sus citas: «un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías. Una memoria vacía». Y sustento posee esta frase, ya que las instantáneas de esta franja al sur del mundo se encuentran desaparecidas, destrozadas o detenidas. De ahí la relevancia de trabajos como Escenas Perdidas, una historia del Departamento de Cine y Televisión de la Central Única de Trabajadores, CUT (Quimantú, 2022), de Felipe Montalva Peroni, investigación que reconstruye no solo una época de la central sindical más importante del país hasta la dictadura, si no que atraviesa indistintamente al patrimonio cinematográfico de Chile.
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«Un obrero marca su entrada en la fábrica. Durante el almuerzo, el Compañero Dirigente le entrega un documento, donde consta que ha sido escogido por sus compañeros en la Batalla de la Producción como el merecedor de un descanso vacacional junto a su familia. El obrero, emocionado y tras buscar los papeles necesarios en la sede de la CUT, se dirige de vuelta a su hogar».
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Es abril de 2018. Con un grupo de rodaje nos encontramos en la playa de Rocas de Santo Domingo, para grabar imágenes de los restos de un balneario popular instalado allí durante el gobierno de Salvador Allende; era la medida 29 de 40 que conformaban el programa de la Unidad Popular, y su objetivo era que los obreros, en distintas partes de nuestra geografía, tuviesen la posibilidad de acceder a un descanso digno por la labor cumplida en las faenas durante el año. En medio de aquel lugar de veraneo de la élite, tradicional sector de segundas viviendas, y enclavado entre los cerros que reverencian al horizonte y el mar que se extiende sin acabar, se instaló la Villa de Turismo Social Carlos Cortés Díaz. Con el agrisado fondo de una tarde de otoño en el litoral, y el oleaje marcando su ritmo rompiente en la orilla, solo encontramos unos montículos de cemento alineados de forma rectangular, sobre los cuales descansaban las construcciones en forma de «A» que albergaron a los obreros y sus familias; todo lo demás fue destruido, y sus despojos consumidos por la vegetación.

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Escenas Perdidas se vuelve un documento significante para la construcción de la historia del trabajo cinematográfico en esta tierra, ya que no solo abraza la producción realizada por el departamento encargado del área en la CUT, sino que enmarca de excelente forma la visión militante que existía entre los realizadores de la época, donde la cámara era un arma más al servicio de la lucha y la revolución. Mediante testimonios de quienes conformaron este organismo, el relato se estructura entre escenas de conversaciones en Valparaíso y Santiago, en bares o centros de periodistas jubilados; deambula por los intentos de la Escuela de Cine de Viña del Mar, bajo diagnóstico y supervisión de Aldo Francia, y el repaso a otros centros enfocados en la creación audiovisual durante los sesentas, como el Cine Experimental de la Universidad de Chile. Recupera nombres, fechas e itinerarios de documentales de esta sección que se encargaban de mostrar el Chile real, ese que la fuerza de trabajo mantenía funcionando con vehemencia, en cortometrajes que emulaban la serie «Nosotros los chilenos» de la editorial Quimantú, y que tuvieron buena acogida en distintas instancias y festivales internacionales. Pero lo inevitable dentro de la cronología de nuestra memoria acecha, y tras el Golpe muchas de estas obras fueron destruidas: rollos perdidos, documentos quemados, trabajadores detenidos. Se perdió todo archivo de la época, salvo uno.
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«En la playa muchas familias ingresan a un centro vacacional rodeado de cabañas que recibirán su tan anhelado descanso. Se muestran las camas que albergarán su dormir, el comedor donde se alimentarán en comunidad y las actividades en la arena destinadas a la infancia. Incluso, la asistencia médica que existe en el recinto para los obreros».
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El viento chilla en estas ruinas frente al mar. Como muchos de estos lugares destinados al reposo de los trabajadores, el balneario de Rocas de Santo Domingo fue tomado por el ejército tras aquella jornada de horror del 73, deviniendo en un centro de detención y tortura que funcionó, además, como escuela de adiestramiento de la DINA, bajo atento dominio de la ruin mirada de Manuel Contreras. Luego del cobarde salvataje que las Fuerzas Armadas han realizado al dejar el poder, y para exculparse de lo evidente, lloriqueando y lamentando la pobreza de sus recuerdos, donde los «no lo sé», «no lo vi» o «no lo puedo decir» abundan en sus declaraciones, aniquilar el pasado se vuelve mecanismo clave para su defensa. Es así que mandan a desmoronar estos sitios y, los terrenos donde se emplazaban, pasarían a la venta de privados.
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En este presente, en el que algunos porfían en dejar atrás lo sucedido, Montalva excava en las profundidades del departamento después del hallazgo de la cinta Un verano feliz (1972), realización de Alejandro Segovia bajo producción de la sección de cine y tv de la CUT. Este documental se encargaba de promover las Villas de Turismo Social a la que los obreros podrían acceder durante el gobierno de la UP, y que, con la optimista narración de su protagonista, mostraba las actividades y beneficios al cual el pueblo chileno podría obtener un merecido descanso. Grabada en la Villa de Turismo Social Carlos Cortés Díaz, la película se levanta como testimonio único de una filmografía con ambición de cambios sociales, donde la contribución de este arte a un proyecto político se torna en un frente más donde batallar por un deseo colectivo.
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La única edificación que se mantiene en pie en este sitio, alejada de la vista de la playa, retirada al final de una senda que se interna en un incipiente bosque, corresponde a la cabaña que fue utilizada para los interrogatorios de los prisioneros. Un verde deslavado corona sus paredes; puertas y ventanas no cubren ya las entradas a esta construcción. Dentro, el silencio evidencia la estridencia del dolor aglutinado entre sus murallas, un frío eco que impregna las distintas habitaciones que crujen a medida que nos introducimos en ellas. La congoja se hace presente, reproduciéndose como película maltrecha, pegada en aquellas escenas donde el ensañamiento y el atropello dejaron una estela cruel cuando se evoca el cruento destino de este balneario popular.
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«Los obreros se reúnen en un salón en torno a la música. Cantan y bailan al ritmo de un verano feliz, quizás distinto a otros que hayan vivido antes. Se despiden de los compañeros de trabajo y de los amigos que conocieron en su estadía en Rocas de Santo Domingo. Una pareja pasea por la orilla, se toman de las manos mientras el sol se esfuma tras el Pacífico».
(*) Ilustración de Vladimir Morgado.
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