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Fragmentos

La Paz China

Nicolás Medina

Autoedición

130 páginas

SOBRE EL AUTOR

Abogado con estudios de literatura creativa en Barcelona. Ha obtenido premios como el Roberto Bolaño, Pedro de Oña, Mejores Obras Literarias y Juegos Literarios Gabriela Mistral. La Paz China es un libro delirante, del que extraemos algunas de sus páginas ambientadas en Valparaíso.

***

Los veintiún minutos cronometrados hasta Valparaíso apenas me alcanzaron para hundir los sesos en dos crónicas de Joaquín Edwards Bello. Eran del mil novecientos algo. Desbordaban de prejuicios y genialidades, y bosquejaban a Viña del Mar como un caserío lleno de quintas, caballos y árboles frutales. El puerto principal era presentado, en aquel entonces, como un caldo azulado y lluvioso poblado por barcos, pescadores, comadronas vestidas de luctuoso negro, marinos apátridas e importados hábitos ingleses que iban ostentando su dominio, su pujanza económica en los cerros ricos.  La segunda crónica presentaba perfiles (o caricaturas) de aventureros británicos que imponían sus símbolos y costumbres mediante matrimonios convenientes con damiselas criollas. Y, pese a todo, logré imaginarme las casonas levantadas según modas arquitectónicas de Europa, las lejanas filiales londinenses que triunfaban en la bolsa, apellidos gringos en escaparates, variaciones de Johnsons y Smiths en el cristal esmerilado de puertas decentes, oficinas aduaneras y lóbregos pasillos de galerías bancarias.

De ese adulado pasado inglés no quedaba prácticamente nada. Sólo charquis tan secos que ni siquiera los gusanos los visitaban. En la juventud de mi padre se ventilaba ya ese cuentito como una noción fantasmal o una exageración de escritores prendados de Europa. La idea de muchos chilenos acomplejados consistía en magnificar la influencia inglesa, francesa, belga, alemana u holandesa (cualquier sangre europea y no ibérica, cuyo mito de progreso sirviera para enlazar un país adolescente a sueños frustrados de naciones viejas). Y si ya en el año 2000 no se veían muchos vestigios de la presencia británica en el puerto principal, menos se apreciarían ahora, casi a mediados del siglo veintiuno. Tal vez un trío de ascensores en agónica restauración, acaso una docena de fachadas inmunes a cincuenta terremotos. Quizás, quién sabe, existirían todavía dos ojos grises y una cabellera pajiza adornando una cara melancólica junto a un alféizar sarnoso. O tal vez, en el centro de un jardín devastado del Cerro Alegre, a dos metros de una glorieta de fierro labrado, existía un alargado cuerpo femenino de piel pálida, reseco, jiboso, detenido sobre una silla oxidada. La anciana hipotética tendría la capacidad, en efecto, de sobrevivir sola y varicosa, decayendo y siempre enemistada con el aliento salino del Pacífico. ¿Una anónima tataranieta de una prostituta de Liverpool? ¿La bisnieta de un pirata mercantil de Plymouth? ¿Una descendiente bastardeada de Francis Drake? Bah, no importa. A quién carajo le podría importar esa leyenda fermentada de espectros victorianos y terrones de una isla lluviosa, cuyo pasado imperial se antoja tan remoto como los ecos de la Roma de Trajano, el Xanadú de Genghis Kan o la España de Felipe II.

Edwards Bello equivale hoy, casi, a la nada. O supera a la nada por setecientos miligramos de osamenta ahuecada. Joaquín Edwards Bello son tres palabras para designar un rompecabezas de huesos. Otra etiqueta para referirse al polvo. Al igual que tantos casos esfumados de escritores, viciosos de las plumas, González Vera, Gonzalo Rojas, Pablo de Rokha, Gabriela Mistral e incluso Neruda, la Violeta Parra, su genial hermano físico y antipoeta. Manosear esos nombres es, ahora, una manera de invocar el tétrico hocico de la muerte cenagosa. Pero tal vez es la única manera de tantear un tiempo consumido, ignoto, nunca sospechado por el grueso de la población. Porque actualmente nadie lee nada, ni literatura, ni historia, ni crónicas, ni qué decir prensa; hace veintimuchos años se extinguió el último periódico. El último superviviente de un cosmos de papel, tipógrafos y tinta. Y la única prueba tangible de aquellos poetas y de los mercachifles británicos se puede constatar en lápidas y mausoleos carcomidos. Pero el chileno quiltro persevera. El chileno sin nombre reseñable, empobrecido, carne de sumisión, no ha sido extinguido totalmente. Todavía el pueblo bajo, pese a su inercia drogada, sigue respirando, manipulando el oxígeno de una manera específica, quiero creer que única. Está vivo y tiene algo de bestia porfiada. Tiene atributos de alga o helecho o escarabajo. El pueblo es autopoiesis; contorsiona sus costumbres y se adapta a cada molde, a las exigencias de una época nueva que, sin paradojas o requiebros, exige lo mismo de siempre: supervivencia. Los nuevos patrones llegaron hace unas décadas a estas costas, provenientes de Guangzhou, Cantón, Shanghái, Hong Kong y Pekín… ¿Y cuánto durará su reinado? ¿Siete décadas más, cuatro siglos, milenios enteros? ¿Este pedazo de tierra morirá escurriéndose como agua en una clepsidra china?

Abandoné el andén taconeando, deprimido, defendiéndome de los neones del presente con un sorbo de café amargo y un par de suspiros. Quería armarme una mueca de indiferencia bajo la nariz. Un gesto que no reflejara la sombra que manchaba el dorso de mi corazón. Valparaíso me esperaba sin lluvia y fresco. El viento sur ondulaba hedores de yodo y mar agrio; porque el día soleado prometido era una estafa. Las nubes entramaban el telón de la tarde y tapaban a un sol indeciso, pero me bastaba con que el cielo gris no se convirtiera en agua. No esperaba la gran cosa del puerto; la falta de expectativas era la mejor coraza a mi alcance. Aún así, el paisaje ultramoderno consiguió dañarme las retinas y ciertas memorias queridísimas; estuve tentado de agenciarme unas capsulitas de amapola híbridas en el dispensario más cercano y renunciar a la lerda odisea de peinar las callejas de Valpo como un arqueólogo ambulante, sediento de vinilos, bibelots, artículos náuticos, lámparas de bronce, vajillas de plata, monedas rancias y relojes y libros raros. Transcurridos unos segundos acepté el aspecto actual de la costra marina.

Los cerros que se erizaban puntillados de casitas como lentejuelas coloridas. La postal de El Plan (la parte llana del puerto) no era tan terrible ni única: rascacielos intercalados con edificaciones centenarias y ruinosas. Y ese paisaje era habitado por flujos aéreos y terrestres, por pantallas holográficas, drones policiales controlando al gentío, peatones drogados y otros bocetos de una miseria repujada por la tecnología. En Santiago ocurría y había acaecido un fenómeno análogo: las bellezas y las fealdades urbanas que me criaron habían sido abolidas. Sustituidas por moles de hormigón, torres depredadoras, usos de suelo. Pasaba, entonces, algo sencillo, una situación obvia: yo estaba adentrado en la vejez hasta la médula. Era un caballo cojo de otro juego de ajedrez. Era una pieza condenada a añorar un tablero anterior y gastado, difuso, lleno de claroscuros y movimientos que jamás volverían a posarse sobre la faz del globo terráqueo. Aunque, a decir verdad, la Joya del Pacífico ya había sido ultrajada desde hacía mucho; primero por los batacazos de la apertura del Canal de Panamá y después por sucesiones de empedernida pobreza, por el olvido sempiterno, por la falta de preservativos y la siempre heredada suciedad de sus habitantes. Y cómo no los incendios y la ambición de sus gobernantes parasitarios.

La estación Barón-Mao Tse Tung quedó atrás y me arrimé a un carricoche de hojalata regentado por una persona. Miré un rato a la vendedora regordeta. Sonreía al barajar las masitas y botarlas a la brea dorada del aceite. Tan humana todavía. Tal vez hija de un pehuenche o de una japonesa implantada en Chile. Le compré un arrollado de primavera y comí resignado, asentado en un banco de madera carcomida, sintiendo el aliento sucio del mar a mis espaldas. Arriba de mi crisma, un escuadrón de gaviotas desafinaba el arpa del cielo gris.

Me deslicé unas cuadras por la avenida Brasil y me interné en el bullicio amarillento del Mercado Cardonal. Subí las escaleras pringosas y di un rodeo lento por la carcasa olorosa del segundo piso. Avancé curioso, repentinamente acalorado dentro del sobretodo verde y espiando, cada tanto, el techo plagado de palomas que podía venirse abajo en cualquier segundo. Intercaladas de sucuchos cantoneses, tailandeses y nikkei, aún resistían las cocinerías porteñas. Allí se congregan fósiles vivientes del jurásico litoral. Saludé de lejos, cabeceando, arqueando el cuerpo hacia borrachitos conocidos hasta oír, por mi flanco izquierdo, una voz áspera que repetía mi apellido con gracia, con una familiaridad acentuada por el vino.

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