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Reportajes

Retrato fuera de foco: Bertoni en la mira

Cuando se vino de Europa, en el año 1976, Claudio Bertoni no llegó a Chile, sino a Concón, a una pieza. Contra todo pronóstico, ya que convenía más quedarse afuera. El poeta y fotógrafo eligió recluirse mucho antes de que ese concepto se diversificara. Aquí intentamos acercernos un poco para entender su figura.

Por Silvana González

¿Qué hay en el propio encierro que pueda resultar más atrayente que ver las olas del Pacífico? Sólo poder acceder a su eco desde su pasajito, que hace diez años aún era de tierra, es uno de los remedios que usa Bertoni para sus males. A lo mejor así también gozar del beneficio de ser invisible, como se identifica este encierro en el prólogo de Dicho sea de paso, su antología. Dejó así atrás el mundo de las neovanguardias, que compartió junto a Cecilia Vicuña; el Fluxus, John Cage y demás. La verdad es que, reales o imaginarios, sus males existen y mucho, al menos en el solipsismo de su mundo sensible. Existen tanto como para buscar la calma en un psiquiatra al cual, a falta de dinero, pagaba con sus fotografías. Son conocidas, además de su poesía, estas últimas. Las más famosas son las de las parejas a las que ha ido fotografiando. Poesía e imagen en más de algún conflicto le han metido, como la vez que publicó el registro de una performance de Cecilia Vicuña –también expareja– bajo su autoría.

Hay límites, como el de saber que el registro de una obra, si proviene de otro autor, no puede ser una obra en sí misma (es algo que lo tuvo medio cancelado en su momento). También el que debe saber amordazar al deseo, por muy triste y cándido que este aparente ser. Me refiero −entre algunos ejemplos− a Jóvenes buenas mozas, libro publicado e incluso reconocido por sus pares en el año 2002. Uno de sus inquietantes poemas, «Fotografías de Sally Mann», habla específicamente de ese cruce hacia el lado oscuro, aludiendo a la sexualidad en una niña de apenas doce años. Precisamente hablando de pureza, Mann se defendía en su país ante quienes veían pornografía en sus retratos familiares. Después de la controversia con un diario de Estados Unidos que censuró la foto de esa misma niña, provocó, en palabras de la fotógrafa, que su hija sintiera que pasaba algo malo. «Fue desgarrador ver cómo esa misma noche se metía en la bañera con la camiseta y los pantalones puestos.» Sí, fue uno más de los que vieron con otros ojos la inocencia de una foto en un trabajo serio. Algo que otros escritores han definido como «porno duro» (Álvaro Bisama), «deslenguado» (Ediciones Tácitas) o «simplemente un hombre sensible a las emociones del amor e incapaz de asimilar las del poder» (Roberto Merino) se va dando en sus libros. En Sentado en la cuneta, un solo poema dedicado a recordar su vecindad, pasan colados estos versos: «Para mezclar con su licor nuestra poción de amor al millonésimo/ ya que la dosis normal era bestial/ en buen romance era un afrodisíaco para vacas de cuyo nombre no/ sé la ortografía/ y no se lo comieron/ ¿Quién se lo comería?»

Aunque los problemas vengan a él, parece esquivarlos. Su posición es tal que la sociedad lo situó como el más reconocido poeta de los ochenta. Este mérito, si bien no lo ostenta (más bien, lo padece), le tiene a su favor desplazamientos que quizás otros no podrían permitirse. Cuando traté de conversar sobre él, cuatro mujeres me rechazaron,  una incluso considerándolo un poeta-genio. Curioso. Actualmente, ha sabido defenderse publicando los poemas que nacen a partir de sus constantes grabaciones; ejemplo de esto son un difuso Violeta (2019), Cero (2020) y Miércale (2022). Enrique Lihn habló de este como «una poesía hecha de fragmentos de un diario incesante, de un explosivo y acumulativo proceso de maduración». Bertoni lo define como un work in progress que, junto a la fotografía, conforman la receta médica definitiva. Este incesante grabar de su cotidiano se filtra también en libros de diarios como Rápido, antes de llorar (2007). Trabajos que, consciente o inconscientemente, dejaron una estela en la poesía local, por el arrastre que traía de lecturas como O’Hara, Ginsberg o Miller, importadas desde el país gringo. Un rastro a veces medio autodestructivo y con el cierre abierto. El criterio para seleccionar poemas según Bertoni es el sonido. Utiliza ese mismo lenguaje, uno que podría, según él, usarse también para conversar. Lo hace para apelmazar sus repetitivas inquietudes: la enfermedad, el sexo, la muerte, la imagen, el sexo, el sexo, el sexo.

Dos vitrinas

Una es ostentosa: lentes de cámaras extintas, muchos accesorios que tientan a las personas que los miran. Entro como en pelota por no cachar nada, pero entro, porque este dueño de negocio es mi primer indicio. Leí que Bertoni andaba sacando fotos en sus años por las calles del centro de Viña, con una cámara obturando desde la altura del estómago. Así nacen las fotos stalker que aparecen en Jóvenes buenas mozas: colegialas, trabajadoras, etc. El resultado: fotos desencuadradas, composición impresionista. Vamos sin rodeos. «Buenas tardes, tengo una pregunta, pero media extraña ¿Conoce usted a este hombre?» Lo recuerda. Con su cotona azul, el dueño es más accesible que su vitrina.

–Era mi cliente. No sabía que era poeta, nunca me dijo, ¿ya?

Hubo que sacarle las palabras con tirabuzón. «Venía hace años, eso sí, ¿ya?, frecuentemente, yo creo que cada una semana.»

O sea, sacaba fotos bien seguido. Quiero mostrarle alguna de ellas para que lo recuerde mejor, pero siento el mismo pudor que cuando tuve en mis manos su libro Desnudos 1973-2008 (2013).

–Antes, en el local de arriba, venía más. Lo que te puedo decir es que era muy tranquilo, ¿ya? Muy quitado de bulla, casi que no hablaba.

¿Ya? La segunda vitrina es mucho más piola. Me traslado a Etchevers, más rápido de lo que me imagino que él haría en su andar. Trato de pensar entre medio cuál será el café que frecuentaba mi víctima. Llego a uno de galería Cristal. El Big-Ben tiene cuarenta años y me atiende una garzona que le ha rendido treinta. Quiere acordarse, pero no puede. Me entrega su Whatsapp. «A lo mejor la dueña lo atendía.» Elijo este café porque es el más antiguo, también el más estético. Tiene un pasillito volador en donde comes mirando a la gente. El lugar perfecto para un mirón obsesivo.

En Fotografía Pardo hay una fotito de carnet de Machine Gun Kelly, pero el original, el de la mafia. Su dueño es elegante: su voz, chaqueta y ojos también son pardos. Misma pregunta.

–Venía, pero hace cuatro años, cuando llegó la revolución digital (para él), dejó de venir. Era una persona de pocas palabras, se movía en su mundo. Cuando apareció la cámara compacta le cambió la vida. No sé qué hará con las fotos después porque no las imprime.

–¿Se cambió de análoga a digital?

–Sí. Me traía siempre cosas reveladas para hacer prueba, porque vivió en Estados Unidos y la mayoría de sus negativos eran de joven, fotos de donde anduvo metido. Cualquier persona que lo conozca y lo haya visto sabe que es de pocas palabras, conversa con el que le agrada, no más, y es reacio a conversar con personas nuevas.

Con esta frase me espejeó su propio desagrado, ya que deseaba seguir atendiendo. Está bien. Ahora, es mucho más difícil pillar a alguien que hace lo mismo que todos, que a uno que aún depende de alguien para revelar sus fotos. Así, su rastro físico se me esfuma, puesto que sus caminos por este centro, a esta hora caótico, parece que ya no tienen lugar.

Analizo el Whatsapp de la garzona, que me dirige finalmente a un tal Matías, que tiene una foto en moto en el perfil. Me pasaron pato por ganso. No hay respuesta.

Conclusión del caso: definitivamente, Bertoni dejó las calles hace más de cuatro años, antes de la pandemia, incluso del estallido. ¿A qué le sacará fotos ahora, si no hay mujeres a quien sapear?

Los callaítos son los peores: su alter ego es silencioso, mientras que en la poesía no lo calla nadie. 

*

Desnudos 1973-2008 (2013). Tengo un problema con estas fotos. Al verlas, me pasa que recuerdo a Berger cuando dice que los que están desnudos no están como son realmente, sino como los ve quien obtura. Y esta mirada quiere proponer un misterio en el cual no queda nada por descubrir. Están hechas bajo una mirada masculina para un público ídem. Una gran tradición como la europea siempre retrató a la modelo de manera lánguida y pasiva ante la actividad del retratante. ¿Exalta esa manera a las mujeres que hay en las modelos o al voyeur masculino? ¿Hay sexualidad dentro del marco o sólo enfrente de este? Hay un gusto personal que se expresa presionando ese espacio, sin romperlo. Para un entendido de Malévich, un «ready-made de la poesía», la pureza de la forma aquí se ve retrocedida en el tiempo. Las fotos dependen del gusto personal del autor y ello termina por aplanarse. Se siente cómodo fotografiando a mujeres en su casa, y en la calle, tal como en Jóvenes buenas mozas, no se expone como fotógrafo; lo hace operando a la distancia, a escondidas, desde su dominio. Mirando, aunque sea a través de las palabras y de la cámara, pero sometiéndose finalmente a través de su sentido más básico. Recordemos que antes de sacar la foto, se obtura con la mirada.  

*

No se puede vivir todo el día pensando en poesía. Entiendo el miedo a que la rapidez del tiempo te arrebate una creación. Es un yugo difícil el querer llevarlo todo al papel. Bertoni vive con esa intensidad; el traspaso constante de la sublimación sin descanso. Dicen por ahí que es un poeta egoísta. Tiene que ver con el ascetismo a medias de negarse algunas cosas (dice que puede vivir un año con poca cantidad de dinero) y entregarse de lleno a otras, como a la poesía confesional. Esa vocación se ve interrumpida. «Si no existiera el sexo y la ternura, yo sería monje. Sin duda. Pero me muero de sexo y ternura, es como el hueso de mi corazón», dice en Fragmentos escogidos (2010, Ediciones Tácitas). Obviando las fotos indiscretas, sí hay una ligazón directa de la imagen en su poesía. Y más allá de la imagen, el momento. El momento se entrega de manera cristalina en «Mi padre y yo»: «Nos mirábamos a la pasada sin darnos cuenta cuando nuestras miradas se tocaban/ en los cerros/ en el cielo/ en un potrero». De manera vertiginosa en «Cecilia»:«Escucho minuciosamente tu lamento/ Y lo sigo garganta adentro/ Pulmones adentro/ Y corazón adentro/ Y lo veo saliendo fino/ Entre las grietas de tu cerebro.»O simplemente lo entrega, en «Cero»: «Darse/ un balazo/ es mucho más/ fácil que darse/un peñascazo.»

Sergio Muñoz, autor de cinco libros de poesía, también es interdisciplinario gracias a la música. Entiende la poesía como un espacio de comprensión del mundo. Además de ser un buen lector de Bertoni, lo conoce y termina de cuajar en estos ejemplos una manera de ver además la vida y el cotidiano.

–Lo sexual, la enfermedad, los tópicos Bertoni los trata de manera obsesiva y con formas que exceden a la poesía, como sus vínculos con la poesía oriental o mística. Tiene una vía hacia el monasterio: es una de sus temáticas. El eremita aparece como un personaje de su poesía, la vida monacal. Una obsesión que tiene que ver con el levantarse a «rezar», con el ayuno.

–¿A qué te refieres con mística?

–Él es un tipo que conoce mucha poesía mística, sobre todo mujeres, tradujo a poetas japoneses, tiene un tema con el haikú y con lo relacionado con la filosofía y el misticismo. Hay un par de filósofas alemanas del siglo XX que son referentes importantes de Bertoni y que conoce muy bien. Bertoni conoce este mundo de poetas hombres y mujeres que han vivido en condiciones de encierro.

–¿Desde hace cuánto vive encerrado Bertoni?

–Por lo que sé, lleva encerrado hartos años. Aunque sale a pegarse sus cafés, su estado natural es una vida alejada del bullicio. Su lugar es estar recluido en su casa en Concón. Sale, porque si no se volvería loco, pero la pandemia lo obligó a acotar esas salidas. Además, es hipocondríaco. Por ejemplo, anoche soñó que le venía un ataque al corazón, entonces estará seis meses pensando en eso.

He visto repetirse ese temor a un dolor o a algo que va reapareciendo en casi todos sus libros. A veces se olvida, pero siempre vuelve.

–En Harakiri cada página es un dolor nuevo. Alguna vez lo he llamado y preguntado cómo está y me dice: «¿Cómo voy a estar? Como las weas…», y cuenta como si fuera el peor día de su vida. En general, tiene esa obsesión con lo enfermo que está. Veía a un psiquiatra en Santiago y le pagaba con fotografías. Él cree que tiene enfermedades, tal vez porque su mamá murió de un derrame y vive obsesionado con eso. Ese pánico de creer que ahora sí, que ahora sí se viene.

Sergio menciona esas salidas a ese café que nunca encontré, pero que representaba la escasa salida del escritor a airearse.

–Salía a mirar gente. Siempre tuvo diarios y siempre grabó casetes. Los tiene en Inglaterra y en otros lados. Cuando iba por la calle, sacaba fotos con la cámara a la altura del estómago.

Esa es su materia prima.

–Bertoni expande la mirada de la poesía, por eso es criticado, es de los pocos que tiene lectores que no sólo son poetas. Me ha tocado ver que hay gente que lo reconoce en la calle y le pide autógrafos. Lo lee otro público, ya sea por cosas buenas o malas.

Me imagino que en su época también pudo ser criticado. Pienso en sus poemas hipersexualizados.

–Había gente a la que no le gustaba porque era simple y poco metafórico. Había una legión de gente contra Bertoni que decía: «Esto no es poesía.» Ante eso, él no se preocupaba, ni de los pares ni de los lectores. Él escribe por una cosa personal, un requerimiento.

A esta misma pregunta, otro poeta anónimo me contestó: «No estaba difundida suficientemente una perspectiva de género en ese tiempo, pero igual mucha gente lo encontraba malo y lo descartaban de antemano.»

Un poema que quieras recordar.

–Uno que dice «Disidente»: «Yo no estoy en el poder: repite, por ejemplo, entro en una fuente de soda y no estoy en el poder, me subo a una micro y no estoy en el poder.» Y así va buscando un equilibrio cada cierto rato. Notable, coherente y muy Bertoni.

*

Gonzalo Rojas tenía una historia con Bertoni. Pololeó con su mama cuando eran jóvenes, tuvieron un encuentro en un veraneo en Lebu. Por eso siempre lo mencionaba. Eran cercanos. Bertoni fotografió en uno de los libros de Gonzalo Rojas, Réquiem de la mariposa.

Esas fotos, en conjunto con Mariana Matthews, muestran un lado distinto. Salieron también en el año 2002. Cero y Miércale demuestran esa evolución. Le hace bien alejarse un poco de la calle a Bertoni. La mirada unilateral aburre, por no decir que asusta. Quiero ver sus poemas como la inclinación de Eros ante Tánatos. El sexo, la vida, peleándole a la muerte como método de subsistencia. Pero a lo mejor no, a lo mejor es la muestra de un hombre tan ensimismado que, sin dotarse de fe, pretende creer en algo que se esconde detrás de lo que tapa con su gran sombra.  «Cuando/ uno se quita/ la vida le quita/ el gusto a la vida/ de seguirlo haciendo mierda.» Un poema del inglés Philip Larkin me recuerda levemente a la emoción detrás, ese carácter de prosa que tiene Bertoni que necesita cortarse en verso: «Ventanas altas cuando veo a una/ pareja de jóvenes/ y adivino que él se la tira y que ella/ usa un dispositivo o toma pastillas/ sé que ese es el paraíso.» El caso es que este poema se sigue desenvolviendo en relación con lo que despierta la imagen. Bertoni tiene esto, pesca una imagen de la realidad para dejarla ahí amarrada para siempre. Pero en esa misma crudeza del sexo que ambos tocan, Bertoni se queda muchas veces en la crudeza. «Me muero/ de ganas/ de culearme/ una guatona» (No faltaba más). No quiero hablar de moral, palabra que alude al comportamiento en sí, no sólo al buen comportamiento, sino que,frente a este comportamiento del poema, si bien no es agresiva su posición versal (y sin decir si nos violenta o no), sí lo son sus palabras; su sentido es agresivamente prosaico. Es una brusquedad repetitiva que se ha ido diluyendo en los últimos libros mencionados. 

Bertoni tiene contradicciones: odia el trabajo, su mayor afición es no hacer nada; sin embargo, es ávido lector de Simone Weil, cuya postura es que «los trabajadores sufren una especie de vértigo interior que los intelectuales pocas veces han tenido ocasión de conocer». Si bien Bertoni no se define como intelectual, sino como quien se da por satisfecho únicamente con reconocer la luz en las mañanas, es un pensador de la literatura, del cotidiano, y su poesía denota, sin duda, ese ocio exasperante. Para alcanzar su figura, estoy tocando levemente estos contrapuntos, debido a que, en general, el entorno es de positivos aspavientos frente a esta. La única que quiso hablar conmigo sobre él fue la poeta Soledad Fariña, quien lo reconoce como «una poesía que va al meollo del dolor humano». Atendiendo a la teoría de que el dolor se calma, «aquí no hay una víctima, el poeta se ríe de sí mismo y hay muchos momentos en que el humor lo salva». A lo mejor es humor, pero no puedo olvidarme de ciertos aspectos del lenguaje, de ciertos momentos que Bertoni vacía en sus entrevistas, como cuando conoce a una de sus parejas, en la micro, a sus cincuenta y cinco años, ella de dieciséis, con la excusa de fotografiarla. A lo mejor a esto se refiere cuando dice que no hay dignidad en el amor. A lo mejor nací en el año equivocado para leer a Bertoni y ese es el problema.

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

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