A la siga del fotolibro local, conversamos con Vania Molina, fotógrafa y editora en Alerce Ediciones, Rodrigo Gómez Rovira, director del Festival Internacional de Fotografía de Valparaíso, y con la artista visual Paula López-Droguett.
Por Rafael Cuevas
Desde octubre del año pasado hasta enero de 2022 se llevó a cabo en el CENTEX un taller de fotolibros impartido por Karina Aliaga, nuestro editor y Raúl Goycoolea. El taller proponía una alianza entre imagen y texto que, así planteada, ya deslizaba una concepción del fotolibro como una suerte de rito nupcial, horizonte en que tanto fotografía como literatura podían, por fin, sacarse de encima las ataduras de sus propias disciplinas y encontrarse en medio de nuevos rigores, más atroces por ser híbridos y compartidos, pero por lo mismo más vivificantes. Resulta decidor para la propia concepción de ese proceso, la convivencia de los múltiples oficios visuales (entre ellos, por supuesto, la fotografía) practicados por Karina Aliaga y la tentativa de imprimir los resultados del taller en risografía, desde las dependencias de Cerro Press.
La nómina en sí de las personas seleccionadas para el taller serviría como una miniatura bastante interesante del tejido fotográfico de la región: desde Nathaly Arancibia y el EFFEM, hasta Leslie Miranda y Kimberly Halyburton en Máquina Rosa, pasando por Kika González con Erráticas y este mismo medio, entre muchos otros proyectos personales imbricados en colectividades y espacios comunes, donde la relación entre imagen y palabra es, antes que una aventura teórica, una solución para entender y cuestionar la vida cotidiana.
Nos parecía, habiendo sido participantes del taller, que el fotolibro no era, sin embargo, un vehículo necesariamente accesible, un formato común en el derrotero de la escena local, y que hacía falta preguntarse por qué está siendo el fotolibro en la Región de Valparaíso, cuál es su estado, su edición y circulación, y qué otras preguntas cabe seguir formulándose para la construcción de un terreno en que diseño, fotografía y, por qué no, escritura, puedan reflexionarse.
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Vania Molina nos recibe en el segundo piso de un edificio en Cerro Alegre donde la galería de arte Máquina Rosa funciona desde noviembre de 2021, un espacio que combina quehaceres fotográficos con diversas artes visuales.
—Yo trabajaba en una galería a la vuelta. Estaba un poquito chata porque típico del sistema culiao estar apatronao, que te paguen el mínimo a fin de mes y que eso te sirva para pagar arriendo y era. Pero en algún momento mi vecina me dijo que se quería ir de esa galería, buscamos y encontramos acá. A mí me encantó el hecho de que hubiera una riso y un laboratorio. Con esas dos cosas preguntamos cuánto costaba el espacio y aceptamos. De a poco hemos integrado personas que hagan cosas afines. La idea es que el espacio sea colaborativo entre todas, sin horarios, cuando se pueda, y que funcione como tienda y taller.
Molina estudió arquitectura, pero ha tenido una cámara en mano desde los cinco años de edad. Tras titularse, su trabajo, en vez de orientarse hacia la arquitectura, fue hacia el grabado y es ese sustento el que hoy permite mantener en pie el arriendo de Máquina Rosa y la economía de Alerce Ediciones, editorial que Molina dirige desde 2018 y que recién ahora tiene un espacio de reunión y de trabajo.
—La foto es lo que más me mueve en este momento. El gatillo para la editorial fue: «Necesito ver mis fotos en físico.» Me encanta ver las fotos impresas. Existe todavía nostalgia en la gente por el material de la foto análoga, de poder tocar y guardar una foto. La idea de mi editorial es hacer propio ese proceso de manera independiente.
Sus primeras aproximaciones al fotolibro fue a través de talleres, uno en Cámara Lúcida y y otro con la argentina Violeta Capasso durante la pandemia. Hasta ese momento, su principal relación con la fotografía impresa pasaba por el fanzine, formato que todavía es su favorito por su capacidad lúdica y su accesibilidad. Es un fanzine, de hecho, la primera publicación de Alerce, editorial con la cual Molina quería ver impresa su propia fotografía, pero que muy pronto se convirtió en un intento de acompañar y guiar proyectos de fotolibros de otras personas. Este proceso, nos cuenta, es largo y arduo.
—Me han llegado muchas pegas y tiendo a creer que es por eso: porque no hay gente dispuesta a recibir proyectos de fotolibros porque duran muchos meses. Quienes tomaron el taller conmigo en Cámara Lúcida siempre están en proyectos personales: hacen su propio fotolibro y exponen. Yo quería ayudar a que otras personas hicieran el suyo.

Alerce trabaja con los tiempos que permiten el diario vivir, el trabajo de Molina como grabadora, los talleres impartidos, los fotolibros propios, y actualmente está editando un fotolibro de Teresa Ariana Migliassi, entre otros proyectos.
—Si tuviera una solvencia económica que me permitiera pagar el arriendo de mi casa y el de acá, podría estar de ocho a siete trabajando solamente en fotolibros, pero en este momento estoy haciendo muchas pegas al mismo tiempo, por lo que los proyectos tienen también ese desgaste físico y emocional. Me gustaría que la editorial me permitiese eventualmente dejar el grabado y enfocarme sólo en ella. Mi objetivo para este año es tener más apoyo, gente que pueda ver cada parte del proceso, porque es superdifícil ser editorial, editora, vendedora, además de estar constantemente pidiendo textos, montando fotografías, etc.
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Para seguir indagando en la cuestión hablamos con Rodrigo Gómez Rovira, director del Festival Internacional de Fotografía de Valparaíso. La intención del FIFV fue darle prominencia a una ciudad como Valparaíso, no central pero con una fuerte carga fotográfica, y convertirla en un punto de encuentro a nivel internacional. El FIFV lleva más de diez años como instancia y es, a su vez, parte del sistema Casa Espacio, que incluye el programa de educación Imagen Salvaje, la editorial misma del festival y su biblioteca, armada sobre la base de donaciones de fotolibros. Casa Espacio considera el libro como el formato más noble para la fotografía por «la necesidad de un relato», por «su corporalidad» y por «esa capacidad para viajar» que se establece a través del espacio y el tiempo.
—La fotografía estaba muy ligada a lo periodístico. La prensa impresa permitía eso. Con lo digital eso empezó a decaer, pero los fotógrafos y fotógrafas no se veían satisfechos, porque si bien en lo digital las fotos están a la vista, no hay una unidad que el libro sí permite. En lo digital la foto está entremedio de otras cosas, muy revuelto todo. Entonces empezamos a hacer desde fanzines, fotocopias y risografías hasta libros. No sabría decirte si en Valparaíso más que en Santiago, o menos que en Concepción, o igual que en Antofagasta, está esa práctica. Sí siento que todos esos lugares, que en toda América Latina y en todo el mundo, finalmente, hay una efervescencia por mostrar el trabajo fotográfico en formato libro.
Una efervescencia que va a contramano de lo pequeño del ecosistema.
—Hay muy pocos compradores de fotolibros. Hasta el minuto, muchas de las personas que los compran son otros fotógrafos o gente involucrada con la cultura de la imagen, o con la cultura a nivel más amplio, y después simplemente gente curiosa. Emn mi opinión, esto va muy ligado al desarrollo cultural de una sociedad. Tiene que ver con llegar a un punto en que una persona que no se dedica a la cultura, que hace otra cosa necesaria para la sociedad, un comerciante o un trabajador, entienda que se construye también con la cultura. Debemos hacer fotolibros, pero también debemos preocuparnos de que haya un desarrollo cultural global.
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«Para que fructifique el fotolibro tienen que pasar muchas cosas. Tiene que entenderse como un diálogo», nos dice Paula López-Droguett. Paula es una artista visual cuyo trabajo abarca desde la fotografía hasta la instalación. Colabora en colectivos como Pésimo Servicio, Culebra Colectiva, Centro de Arte y MIRAM, tanto en la intervención urbana como en una práctica feminista y descentralizada de la fotografía o en la difusión y transmisión de los conocimientos artísticos regionales. Se considera, ante todo, artista visual y constructora de imágenes. Ya sea en la serie fotográfica Vida de hogar, que guarda registro de la zona rural en que vivía su familia paterna, o en instalaciones como Cárcel de amor o Y cuando llegues a su casa…, en que se recrean los espacios de la precariedad habitacional y la violencia de género, lo que hay es una búsqueda por «generar experiencias corporales». Al cuerpo se puede llegar desde la madera de una casa mínima, el montaje de una exposición o desde las páginas de un fotolibro.
El primer fotolibro de López-Droguett, Este cuerpo no es mío (2015, 1621 Editores), fue el resultado de experimentar con el collage y la foto, una búsqueda por trabajar la objetualización de los cuerpos que la llevó, tras un proceso de ensayo y error, al archivo fotográfico de un cirujano plástico bonaerense donde finalmente el proceso cobró sentido.
—Ahora trabajo mucho con fotolibro porque es algo que hago en la docencia, pero en ese momento quería trabajar sobre la objetualización y consideré que el soporte más idóneo era un fotolibro, porque era un objeto. Tú manipulas ese objeto, y en el caso de mi libro es literal, porque las páginas se doblan, se juega con lo que hay delante y detrás. El cuerpo se transforma literalmente. Un mar de cuerpos donde ninguno es más correcto que otro, pero todos quieren algo que no tienen.
El fotolibro pudo ser publicado tras postular al concurso del festival FOCO de Coquimbo, cuyo premio consistía en la publicación de la maqueta ganadora. Se hicieron trescientos ejemplares y ha sido la única edición, si bien las imágenes han aparecido en otras publicaciones, como los cuadernos de fotografía Pewen de la editorial chileno-española MUGA. Para López-Droguett, el fotolibro permite pensar narrativamente tanto imágenes como soporte. Es, sin embargo, un formato que no necesariamente termina de entenderse.
—Hay fotolibros chilenos muy interesantes, pero creo que el ochenta por ciento deben ser catálogos, un soporte para imágenes sin que necesariamente se dé la pregunta sobre de qué manera contribuye este soporte a mi obra. Creo que sería un poco ambicioso hablar de un carácter del fotolibro a nivel regional o nacional. Tendríamos que estar generando una especie de observación real, pero sigue siendo muy de nicho.

Además de la docencia en ARCOS, su trabajo en Centro de Arte también la ha llevado a editar, recientemente, el último fotolibro de Carolina Agüero.
—Las primeras imágenes son de 2010, por lo que tienen muchos años de proceso. Hacerse cargo de eso como editora es complejo. Hay muchas cosas importantes que no pueden no aparecer. Tratamos de que fuera narrativo, entendible para un otre, pero que respetara el proceso de las personas fotografiadas, que estaban en su mayoría en momentos vulnerables de transición.
La trilogía promete ser la primera publicación de una colectiva que busca contribuir, en lo posible, a la difusión de los artistas y al panorama del fotolibro local.
—Hace poco en Valparaíso se empezó a organizar la Feria del Libro Independiente, lo cual es bastante. No lo es todo, pero significa un gran paso. Eso te involucra con el mundo de las editoriales, que nosotres como fotógrafes no conocemos. Tú puedes tener tu libro y querer editarlo, pero desconoces cómo hacerlo, y la feria constituye un buen espacio para ir conociendo. Por ejemplo, mi libro no tiene ISBN, no puede circular por las librerías. Yo en el momento de editarlo ni siquiera lo pensé porque no lo conocía. Hay que ir conociendo el universo de distribución, de los pagos, de cuánto tiene que costar. Conocer los medios a nivel de gobierno y ministerio. La foto está muy lejana a eso. Mientras ambos mundos se vayan fortaleciendo, se irá fortaleciendo todo. Y creo que es algo que sí está pasando, y en muy poco tiempo.
(*) Fotografías de Kika Francisca González a excepción de las mencionadas.
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