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Fragmentos

Reescritura de Valparaíso IV

Varioxs autorxs (Laboratorio de Escritura Territorial 2021)

Balmaceda Arte Joven Valparaíso

70 páginas

Sobre lxs autorxs

Daniel Rojas Ayala, Belén Salcedo, Camilo Jorquera, Paloma Muñoz, Mauricio Toledo, Carla Echeverría, Paolo Henríquez, Tatiana Reyes, Catalina Cea, Eduardo Luco Gamboa y Vianka Ceverino son lxs autorxs que cursaron el año pasado el IV Laboratorio de Escritura Territorial, coordinado por nuestro editor, Cristóbal Gaete.

Este viernes presentaremos el libro compilatorio a las 18 horas en nuestra sede, con ejemplares de regalo a lxs asistentes. Adelantamos un par de textos, que recorren tanto diversos espacios de la ciudad como diferentes géneros de la prosa. Desde ayer se encuentra abierta la convocatoria de la próxima versión, que será más extensa y contará con destacadas profesoras invitadas.

*

Mártir

Por Paloma Muñoz

—Hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos —dijo Madre con su hálito alcohólico y ternura severa mientras cerraba la puerta.

El verano porteño y sus treinta grados no daban descanso a nadie. N sólo sentía frío. Escondió su cuerpo bajo la oscuridad, deseó enfermarse, provocarse alguna contusión o fingir delirar en estado febril. Lo cierto es que no era la primera vez que participaba en un ritual fúnebre. Contaba con una sonrisa morbosa que en quince años había conocido casi todos los cementerios, parques o necrópolis de la Quinta Región. Incluso guardaba, a modo de souvenirs, pétalos secos, piedrecillas, fotografías o ramos descartados. Pero esta vez era diferente, una parte de ella moría.

—Y a nadie le importa —suspiró. 

Tenía rabia. Madre se había adjudicado la posesión exclusiva de todo el duelo, lo que la protegía de cualquier juicio al alcoholismo que desde el veinte era pan de cada día ¡y pobre de quién se atreviera a contradecirla! Se sentía asqueada e impotente, pensó en botar el ron al desagüe.

Defendiéndose automáticamente de la culpa por desconocer a su progenitora, expulsó un simple rezo [ángel de la guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día ni en la hora de mi muerte amén] tres veces seguidas, luego seis, y así hasta que se durmió.

El sistema de creencias morales heredado por Madre había cultivado en N el don de la culpa. Temía al pecado. Más bien, al castigo. De vez en cuando, por las noches, oía en repetición la voz alcoholizada de Madre, Yo prometí ante Dios no volver a intentar quitarme la vida, es un pecado. Uno de los peores.

N la ignoraba. Prefería ahogarse con la amargura de sus palabras e inhalar la necesidad de reprocharle todo. ¿Por qué para Madre es mucho más importante no pecar? —pensaba N— ¿acaso Dios la castigaría por quererme? ¿Acaso no soy suficiente? El bullicio del cuarto sector frenó en seco sus tormentos. Se dio vueltas en la cama aparatosamente, como si todas las lesiones, quemaduras o achaques de los años regresaran de golpe, como si su cuerpo no le perteneciera. Como un maniquí afligido, capaz de sentir dolor, incapaz de controlar sus extremidades. Pensó en todas las veces en que se sintió así, en todas las manos y miembros ajenos que alguna vez la condenaron a mantenerse estática, en silencio.

Se concentró en ellos, los rostros que vivían grabados en su cerebro y, como si enfrentara a la Corte, gritó uno a uno sus pecados.

—La Lujuria de S, que me ensució con violencia; la Ira de Madre, que me asesinó el alma; la Soberbia de Víbora, que me envenenó y hundió; la Avaricia de V y su puñal traicionero…

Los rostros fueron reemplazados por el recuerdo de la foca muerta que vio a los pies de la Piedra Feliz. Aún sentía el olor a podredumbre, el sonido de las larvas y moscardones que devoraban los restos de la criatura.

Dejó caer una lágrima. No pudo evitar cavilar sobre la vez que Madre llamó a las cuatro de la madrugada para avisar de que se iba a lanzar al mar. Chilló al pensar en Madre en el mismo estado que esa foca. Tragó saliva, casi pudo saborear el agua salada. La culpa volvió a su mente quizás pude ayudar a la foca. Quizás aún puedo ayudar a Madre, quizás pude ayudarme a mí.

Hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos, pensó N, por última vez, antes de caer al suelo. Sabía que mientras viviera estaría condenada al pecado, sabía que cuando se uniera al mundo de los muertos estaría libre de dañar o ser dañada.

—Qué terrible, viejito, tan joven que era —sollozó una anciana mientras veía a la ambulancia llevarse una camilla cubierta con una sábana.

—Dicen que la encontraron acurrucada en la cama, como si fuera a dormirse, pobrecita…

*

Nidos de grillo

Por Vianka Ceverino

Los almacenes de Valparaíso tienen un olor especial

 a café, achicoria, chancaca y frutas secas.

Nací en estos olores, ruidos y colores

En el viejo Almendral, Joaquín Edwards Bello.

La nostalgia acompaña la voz de aquellos vecinos al contar y rememorar su llegada a la quebrada. Por fuera, entre las tantas casas que dan hacia el pasaje Cipreses Bajo, se asoma una puerta de madera. Pareciera, desde su fachada, que es sólo una estructura más del resto de casas, aunque por dentro una escalera en espiral lleva hasta la construcción más antigua en esta quebrada.

Escalones de cemento crudo cubiertos de alfombras desgastadas por el paso, plantas en desnivel rodeando lo que sería el pequeño pórtico principal, que, así como su dueña, tiende a irse un poco al costado. Al entrar la madera del piso emanaba un olor intenso a parafina, la forma antigua de las casas construidas en el cerro. De adobe y húmedo, el living cruje con las pisadas. Adornos antiguos, muñecas de porcelana, fotografías de familiares con sus muecas del pasado. Rodeada de esta vida en sepia, se quita el chal a crochet y se acerca a su estufa…

—Me pilló la lluvia, niña, si hubiese venido antes no me habría encontrado. Fui a ver al médico más para conversar que por revisión, si ya no tengo arreglo. Siempre me dice que le vengo ganando una batalla a la muerte, nos reímos porque él mismo cree que va a morirse antes que yo.

Doris Catriel, conocida entre los cabros como «abuelita grillo», cebando unos mates dulces y con su chaleco de lana descosido, habla sobre su día a día, pronunciándose al igual que el chillido de estos bichitos por los cuales la reconocen. Su voz no es aguda, sino murmurada, pero las palabras pesan en el aire y atraviesan como cualquier trinar en verano. 

–En el cerro todo era mora, mora, mora. Mi marido fue el que llamó a los hombres amigos del barrio a construir la cancha, eran varios. Traían palas, traían todo, pero qué pasaba, qué traían, los otros eran muy buenos para el copete, entonces primero llegaban con su garrafita de cinco litros, compraban pescado, y mientras los otros picaban un poco, el otro preparaba el pescado, después se sentaban y ya no hacían nada más —dijo al libro Cuatro cerros unidos en una historia.

 —Yo construí esta casa a costa de mis lágrimas, sangre y sudor, subí ladrillo por ladrillo por la escalera de la Muerte, que le dicen.

Las Cañas y El Litre nacieron los dos cerros como hermanos gemelos. En 1925 se generaron desde el lado de Las Cañas tomas y asentamientos por la avenida Alemania: son los obreros del norte que quedaron cesantes y construyeron sus casas al lado del ascensor antes de llegar a la gran división, que era un risco enorme que colindaba con el pequeño pedazo de avenida.

Otra cita del libro: «Este cerro tuvo una particularidad… Fue diferente de todos los demás cerros. Todos los cerros empezaron a poblar desde abajo hacia arriba, menos el cerro Las Cañas. Fue de arriba hacia abajo. La razón es una sola: si ustedes bajan y se ponen en el ascensor y ven todo el frente de abajo, se preguntan por dónde subía la gente porque no había manera de subir ya que era un acantilado.»

La casa de Doris es una madriguera de adobe, latas y maderas ya comidas por la tierra. Afirmada de mi brazo, me guía hasta la cocina, un mesón de madera con mantel de plástico y guarda de flores, pequeños armarios antiguos con tazas de porcelana. Platitos a juego decoran la lúgubre cocina, que se compone de una estufa a leña y un brasero hecho a mano para generar calor.

—Esta cocina la construí yo, qué sería ahora de mis huesos sin el fueguito. Me estoy quedando ciega de un ojo, sorda y mis manos no funcionan, pero siento un frío, niña, que ni el verano me lo quita del cuerpo. Esta chimenea la trajimos luego del incendio que hubo en el 53. Estaba la escoba en el plan, y trajeron todos los restos del incendio a tirarlos acá arriba, así rellenaron la quebrada, con escombros. Hay de todo ahí, pedazos de casas quemadas, restos de maquinarias, buses y tierra. Enterraron la quebrada y el bosque con basura.

En el año 1953 el día de Año Nuevo hubo un incendio horrible donde murieron muchas personas y que dejó marcada a la ciudad de sombras lúgubres durante un largo tiempo, la causa fue una muestra de pirotecnia que no salió bien. Le pregunto qué recuerda sobre aquello.

—¿Qué vi esa noche? ¡Horrores! Ha pasado tanto tiempo, pero aún me brotan las imágenes. No podré olvidar jamás a esos muchachos que ardían envueltos en llamas sin que pudiésemos hacer nada. Aquella noche vi a los curiosos como sonámbulos sin rumbo con sus espaldas ardiendo.

Debajo de su mueca tierna, las palabras «dios» y «muerte» se pronuncian con fuerza en su entrecejo. Fue criada en Santa Juana, Concepción, por su padre, un evangélico devoto que nunca conoció a su familia de sangre, pero sí se memorizó de por vida los rezos a su Señor.

—Mi padre me metió a la religión, ellos me metieron allí con los evangélicos hasta el día de hoy. Mi madrina, que era española, cuando se murió mi papá me trajo aquí, bien chica, y viví dos años trabajando en la casa de una amiga de mi madrina, le hacía el aseo. Al tiempo me escapé y me vine a vivir a Valparaíso. Al cerro llegué en los años veinte, ya casada y queriendo tener casa propia.

Su marido era paco. Ella se refiere a él como un inservible, no hacía nada, le sacaba la mierda cuando la golpeaba, luego se sentaba a leer el diario mientras ella ponía los palos de la casa.

—Subíamos los ladrillos tirados en los hombros. Yo estaba embarazada en ese tiempo, pero necesitaba construir mi casita. Nos traíamos los materiales que encontráramos abajo entre los quemaderos de basura que existían, hornos gigantes, de ahí siempre nos metíamos a escondidas a quitar ladrillos.

Se ríe con la voz fuerte al recordar la cara de enojo de los trabajadores de la quema al pillarlos robando las herramientas. El esfuerzo de la vida en ese entonces les costó parte de su buena salud y juventud: a los treinta años ya parecía de cincuenta, tenía canas y un tumor que se le formaba silenciosamente dentro de su estómago.

—¿Cómo las cosas llegaban de abajo? —mi pregunta pasa frente a ella como la imagen de un recuerdo.

—Subíamos por el cerro La Cruz. Por ahí trasladábamos los materiales para acá porque no se podía subir por Las Cañas porque no había camino. Había una huella que se llamaba desecho. Usted sabe que Valparaíso es único… Nosotros teníamos que subir por el desecho.

Le pregunto a qué se refiere con «desecho», a lo que me responde que el desecho es el camino que uno va formando con la pisada.

—Tuve muchos abortos antes de tener a mis hijos. La casa era un rancho y dormíamos todos en la cocina, hasta que pude terminar de construirla. Una vez lista, me dispuse a trabajar en ella como lo hacía en el campo, a la vez era jefa de cocina en una picá’ en el plan. Siempre fui amiga de artistas, venían al local a tocar música y bailar como ya no se ve. Yo cocinaba de madrugada para dar de comer a la familia y luego ir a trabajar.

Según sus propias palabras, la buena vida que se daba al comer una cabeza de chancho al día, pan con chicharrón todas las tardes y tortas de chocolate, la llevaron a pecar de gula desde su profesión.

—Estoy pagando con mi vida el placer que sentía por la comida. Dejé de trabajar intentando siempre llevar la vida más digna y el cáncer empezó a crecer más y más, todo lo que comí y lo que me callé por años me la estaba cobrando. A mí me salvó Dios, sus manos fueron las que me operaron en conjunto con las del doctor. Nadie me tenía fe.

Saliendo por la puerta principal de la casa hacia el costado derecho damos al jardín, enredaderas comidas por pedazos de cerro, donde todavía se puede ver entre tanta maleza papayos, rudones, cilantro, matico. Tener un jardín en el cerro es más bien dejar que las plantas sean corrompidas por la maleza y así, en simultáneo, como el ciclo de una batalla silenciosa.

—Mira, cuando yo nací ya había casas aquí, pero eran chicas, como se hacían antes, de adobe no más. Yo me crie con mis papás y mis hermanos. Y después empezó a cundir el cerro, uno casi siempre los veía llegar entrando por la cancha, decían que era por un rato no más, pero ya después no se iban —nos cuenta un vecino al vernos sacar las bolsas de basura.

A las ya sabidas condiciones de desechos y caminos deplorables de la zona, hay que sumar otro sitio complejo para la conectividad de los habitantes del cerro Las Cañas y el plan de Valparaíso como lo fue la denominada escala de la Muerte. Según la mitología urbana, su nombre se debe a lo empinado de sus escalones, lo que habría provocado el fallecimiento de varias personas, especialmente en estado etílico.

También por otras cosas, como dice la abuela en el libro de estos cerros: «Mucha gente murió en la escala de la Muerte, era una escala muy famosa, si uno no tenía la plata para el ascensor o se la quería ahorrar subía o bajaba por allí. La subida era la más complicada siempre, porque tenía dos codos y en uno de esos dos se ponían a asaltar y no podías devolverte porque era en cuarenta grados; así que te pescaban y si no tenías plata te tiraban para los rieles del ascensor, por eso la llamaban escala de la Muerte.»

Ya separada de su marido un día que escapó de él, luego de dejarla al borde de la muerte con una golpiza, criando a sus hijos y los hijos ajenos que muchas mujeres abandonaban en el cerro, la casa cobró vida en aquellos tiempos entre tantos cumpleaños y ruidos colegiales, los mejores años de su vida, dice.

Poco a poco, todos ellos la dejaron. Las habitaciones llenas de vacío sólo crujen en las noches por el viento que corta el cerro. Pero una triste verdad rige la vida cotidiana de Doris, que, con cien años, se acuesta sola en una cama vieja, con la tele prendida, dentro del pequeño cascarón que acogió a tantos pichones heridos. Hoy día sólo habla, bien bajito, con su Dios, que es el único que siempre la acompañó, según ella.

—Yo ya no duermo, tengo miedo de morirme dormida. Así es la vida, niña, yo no pedí nada de lo que me tocó, pero lo viví y a tantos de los que crie hoy en día ni me vienen a ver. ¿Quién me va a cuidar de los míos? Ellos van a matarme con tanta soledad. Yo ya estoy aquí, con el estómago de un pajarito, sin dormir, con el frío que me recorre por todos lados, sola todos los días, sola, sinvergüenzas, me dejaron todos. ¿Quién me va cuidar a mí? Nadie. Un día me van a encontrar ahí dura como pan viejo.

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