La visita de la poeta boliviana Valeria Sandi a Valparaíso es reseñada de oído por nuestra cronista.
Miércoles de otoño con pinta de lluvia y me toca cubrir un evento: una hermosa excusa para escapar de lo que sea. La cita es a las 18.00 h en calle Cochrane, pero me lo tomo con calma, asumiendo que comenzará una hora tarde, como todo en esta ciudad.
Estando ya en el puerto, me pierdo antes de dar con el pequeño portal y la enroscada escalera de madera que parece conducir a mi destino. Valpo siempre sorprende con rincones que se reconvierten para ser epicentro de despliegues poéticos. Abro la puerta al final de los peldaños con cuidado de no atajar algo inesperado, una nunca sabe. En cambio, encuentro un pequeño y acogedor salón cargado de cuadros textiles y algunas sillas dispuestas con distanciamiento social: es el CEAC.
El evento ya comenzó. Es una lectura & tocata, según indica el afiche, pero está todo muy tranquilo. Por un instante, dudo de estar en el lugar correcto. Están entrevistando a una mujer frente a cámara; debe ser la poeta y abogada boliviana Valeria Sandi, a quien me encargaron poner especial atención. Miro el teléfono, tengo TREINTA minutos de retraso. Me odio. Busco algún rostro familar con ánimo de enchufarme, pero no veo a nadie.
–¿Ya recitó? –pregunto.
–No, aún no –me susurran de vuelta.
Dispuesta a todo por repuntar mi falta, me agacho y gateo con sigilo hasta ubicarme en primera fila, en el suelo, para oír mejor. Me ofrecen una silla. La acepto encantada y me ubico con elegancia, como la reina que debí haber sido y no fui. Hace frío y nadie está tomando algo, excepto té en tazas de loza. Es raro. Algo no calza y no tengo a quién comentárselo. Voy a aburrirme, lo sé. Aunque «quizá sea momento de madurar y establecer lazos de colaboración con representantes locales como una manera de contribuir a la reactivación del sector…», dice una voz en mi cabeza. «OK», le respondo.
La gente escucha con atención mientras la escritora habla de Oración a la lluvia, mítico poema que, según cuenta, hace caer un chaparrón cada vez que lo lee. Comenta animosamente que, en más de una ocasión, ha sido puesta a prueba por sus oyentes, resultando airosa tras venir la lluvia. Los presentes conectan con su experiencia: ríen, opinan, reflexionan acerca de la sequía y las resignificaciones del agua. Valeria es joven y lúcida, se acerca al atril y recita de memoria. La velocidad con que declama dista del temperamento de sus poemas. Ella va rápido, no así sus letras. Emociona particularmente una que habla de lo que no va a ser. Los afectos se modifican.
«De tus pulmones/no estallarán/los primeros gritos/de albedrío
no habrá matrona/que contenga este pulso/susurrando/¡Es mujer!…»
De ahí en adelante, el encuentro decanta en un intercambio de expresiones que reflejan el carácter plural subyacente en la sala. Todo esto precipitado por el anfitrión, César Hidalgo, que insiste en identificar entre los asistentes a escritores y músicos para hacerlos compartir su trabajo, convirtiendo la instancia en una improvisada e incómoda jam. Qué bueno que no lo conozco. Me apesto, me dan ganas de fumar. Miro el techo, o al gatito hermoso que anda merodeando.
Un inquieto hombre mayor es quien se ofrece a continuar. Cuenta historias de poetas frente a un micrófono que luego observa y dice no necesitar. Advierte que ya nos daremos cuenta de por qué. Me parece cargante y ruidoso, quiero que la haga corta. Pero luego toma su guitarra, entona dos notas y me cala más allá de los huesos. ¿Qué onda? Es una caja de resonancia natural, una enciclopedia de poemas musicalizados, la cagó. La gente lo aplaude sentidamente y pide otra. Yo misma, incluso, pido más. Pienso en los aplausos y los afectos. No es sencillo conseguirlos de forma auténtica. Fuera de hueveo: se entra o no al corazón de alguien. No existen puntos medios.
«Soy un cantor urbano. Suelo cantar en las micros, en el metro, en el trolley, en algún restorán… Cuando la gente está comiendo, uno no siente el aplauso. Yo a ustedes los tengo de frente, puedo mirarlos a los ojos, ver cómo se emocionan… Es sumamente gratificante.»
Le sigue Hidalgo, interpretando inflamadas melodías de su autoría, quien luego, nuevamente sin consultar, hace pasar adelante a Katarina Vuorinen, poeta finlandesa que disfruta su última noche en Valparaíso. Insiste en que cuente detalles de su vida y comparta su poesía. La improvisada idea no parece agradarle demasiado a la extranjera, pero accede educadamente. «Gracias por la sorpresa», sentencia en un particular español.
Me incomodo con la situación al mismo tiempo que ella, pero una vez en desarrollo, agradezco poder oír su especial propuesta. Katarina lee en finés, arrastrando un tono que bordea lo sensual. Cualquiera pensaría que es poesía erótica, pero al compartir la traducción, entendemos que habla de frutas, plantas y paisajes de la naturaleza. Increíble. Cierra la jornada un político Víctor Morales, quien, a diferencia del resto, da la impresión de haber estado preparado para la ocasión: trae en su mochila un librillo con sus letras impresas y las comparte con profunda solemnidad.

Alcanzado nuevamente el silencio en la sala, la gente aplaude extensamente a la totalidad del conjunto. Los artistas presentaron, contrastaron y tensionaron con sus obras los sistemas socioculturales de los que provenían. Este extraño espacio con rasgos de varieté resultó revelador y dio la posibilidad de reconfortarnos con ese secreto que a cada unx deja la palabra poética.
Miro el reloj, se hizo tarde. No deja de ser una fracción de tiempo ordinario el que pasó, pero ocurrieron cosas raras y significativas. Mediante esta especie de ritos paganos logramos experimentar una identidad compartida que trasciende los egos y a los individuos. Un sentido profundo de la realidad emerge: palabras evidentemente mundanas adquieren carácter divino, volviéndose capaces de transmitir mensajes trascendentes, cambiarte el ánimo y hasta hacer llover.
Sin comentarios