Menú
Crónicas

Lo irreal y su doble

Desde Soyvalparaiso.cl, Javiera Espinosa, está realizando un ciclo de entrevistas a escritorxs de la región en video. Le pedimos a nuestra escritora, una de las invitadas, que contara su experiencia.

Por Silvana González

Atenuadora de mis nervios fue ese día Javiera Espinosa. Cálida y comprensiva. Organizadora de la idea de hablar con algunos escritores y escritoras que dan vueltas por Valparaíso. Llegué PM, al Museo del Grabado de la UPLA, un doppelganger extraño; diferente a sus pasillos mal iluminados con halógeno amarillento y salas mil usos. Tiene grandes ventanales sin las trizaduras de los piedrazos callejeros de Playa Ancha. No voy a tirarle mierda a El Mercurio, intento de Emol fallido que creo es la página en donde salieron las entrevistas, porque, supongo, prestó ropa ese día al encuentro. Sí creo que es más fácil encontrar una aguja en un pajar que dar con los videos. No creo que estén en Último minuto o en Las más buscadas. Cuando vi la miniatura con mi rostro en la página, estaba confundida entre una foto de Jules de Euphoria y un jugador penca de la U.

Me veo, en la entrevista, y puedo ver lo diferido de lo que hablo con lo que escribo. Digo que venía en mi mente pensando algunas cosas, tratando de unir alguna con otra, y al verme poco de eso hay. Es difícil articularse. Escuché un poco cuando entrevistaban a Carmen Avendaño, ese día, tan elocuente, antes de entrar. Me ponen el micrófono en la ropa y con ese gesto tan simple, me siento atendida. Pido agua, se me cierra la garganta: no hay agua, salgo a comprarla ante la inercia. Voy a un local cercano en donde trabajé de cocinera. Mi exjefe me mira con extrañeza. Después con cariño. No tengo la ropa enharinada sino que vengo bien vestida, en la media fase, le digo. Compro dos con un descuentito, por si la entrevistadora también está sedienta.

Vienen las preguntas y hay una cámara encima. Me trago esa propia voz hasta disolverla en otra. Me compongo un poco. Pienso en la entrevista de Bolaño en La belleza de pensar, la imagen de su amigo decrépito que leía en la ducha. Pienso en su voz altanera, inquebrantable. Me viene a la mente algún fragmento de esa entrevista callejera de Ximena Rivera. Se tira una frase de oro. Le preguntan sobre lo sagrado y ella dice que lo sagrado en la poesía es la placenta de cualquier imagen. Placenta: te pega un combo que te deja ahí mismo. ¿Qué es el desorden? «Intercambiar en un cosmos un objeto por otro.» Para llegar a respuestas así, para poder decir algo así en una entrevista parece que es necesario darse la vuelta completa.

Pasa que me veo y me desconozco. No me encuentro similitud en el día a día. En el día en que los viejos del local en donde trabajo escriben su número en la mesa para hacerme algo que me cambiará la cara. En el día en que temo derramar cuatro tequilas o derramarme yo misma, de paso. En el día en que le servía a Mellado su expreso simple o al propio decano de la U, su helado de rosa.

Si mi voz se desvirtúa en una impostada, no me queda otra que tratar de entenderla. Aunque me la haya apropiado, incorporándome a esta extraña situación. Pero ¿a quién le podría importar, por ejemplo, lo que pasa dentro de un patio? ¿Como se explica eso? Los intereses de una mina que suena como que no le ha pasado mucho. Se ve pulcra. Parándose a hablar de la tierra como si fuera suya después de que le preguntan por el barro. Sólo podría mirarla, a veces tocarla. Eso es un conflicto. Es lo que peleo con uñas y dientes y al mismo tiempo lo que sé que no me pertenece. Es un punto de vista muy pequeñito, que a lo mejor no siento sólo yo. Hablar desde un agujero calado en el manto de cosas que sí importan debe de ser un sentimiento común.

Porque como escritora, sigo mirando inoperante como los alrededores de mi pueblo crecen, como primero el Santa Isabel y luego el Líder y los malls lo interrumpieron. Como las inmobiliarias rompían tunas callejeras y atravesaban con tubos las raíces que apenas formaban su tallo para el verano.

Impávida. Tomándonos las aguas, conversamos de algo que no tiene mucha más vuelta.

*

No nací viendo edificios. La primera vez que vi uno fue en Viña y quedé para adentro. Mi papá dijo que entonces si iba a Santiago me iba a caer de espaldas del loro. Imaginaba uno de esos loros tirándose ciegamente por el edificio, o a él mismo cayendo. Me crie con calor y la gente criada en el calor es lenta. Creo que esto se suma a lo extraño que es que te pregunten cosas que, a lo mejor, en el atavío del cotidiano, simplemente no se hacen espacio.

Entendí en algún momento que la acelga se enterraba y crecía en dos meses.  Acelgas que iba sacando para cocinar cuando mi madre lo pedía. Viviendo en Valparaíso, tuve que ponerme vía. Olvidar todo eso. Entender la palabra rápida, dañina. Intentar responder a una entrevista no es el indirecto y cerrado pero conocido palabrazo.

Mi padre, además, construyó con sus propias manos la casa que quedó a medias cuando se fue. Antes de irse, se aprontaron las palmeras; crecieron silenciosas, la amenaza que siempre presagió. Llegaron los temidos edificios y los paneles solares. La gente extraña con modos ajenos a decir que esas eran sus calles. A lo mejor, si a él lo entrevistaran, podría dar, valga la redundancia, en el clavo.

Mi calle y yo seguíamos ahí resistiendo el destino inevitable que le tocaba. Impávida nuevamente. Pero me fui, me distraje de esto. Y me vengo a acordar recién ahora.

En alguna ocasión, alguien en este círculo trató de darme por hecha, sacarme el rollo, al contarle que mi abuelo era huaso de campo. Ah, eso lo explica todo. Pensó que sabía algo de mí, sin saber que he visto tejer a Dios un amanecer en medio de la aurora. Aunque ahora este amanecer me sea tan lejano. Por eso trato de verme compuesta, pensar rápido, ser inteligente. Responder al prejuicio. Cuesta. Nadie podría atraer en la incomodidad un momento precioso y ser auténtico al mismo tiempo. Los que lo logran, volviendo a Ximena, son maravillosos.  

A lo mejor debo asumir que lo que le hace sentido a uno, lo hace porque es lo único que se tiene. Yo lo intento recuperar torpemente entre cada respuesta. Ese es el lugar privilegiado que tengo, no por dinero, ni por lenguaje, sino por ser un espacio que me salva. Nada cambió, sigo siendo garzona. Como José Santos Vera, he sido cocinera, aseadora, vendedora de wraps, helados, máquina chumbeque, pedí plata en las calles para una ONG dudosa. Supe vivir en compañía de un refri cascabeante y levantarme todos los días a abrir una florería. Tener solamente los domingos, en los cuales no sabía qué más hacer que arrullarme en la luz apagada. Entonces cuesta responder cuando me preguntan por lo que escribo, si es que acaso no será esto lo que me salva también. Pero no pienso decirlo ahí.

De José Santos Vera, y de Manuel Rojas, criticaban que eran anarquistas que derivaban con elegancia hacia un secreto burocratismo. Esto me interpela. Que producen algunas bellas páginas, pero que no son comprometidas con otra cosa que la literatura misma. Esto también.

De José, también, que prefirió quedarse apenas en González Vera.

Quiero quedarme así, como lo que me queda de González. Mirar ese Museo del Grabado que ahora tiene una esencia muy distinta a lo que era el taller de la UPLA. Me hace recordar cuando tierra y polvo eran la vestimenta. Ahora anónimo, con sus miradores al mar, con sus pasillos lustrados y su silencio infértil.

Me pasa lo mismo que a este museo: ambos queremos ser mejores. Pero siempre estará ese baño sin confort y rayado en el recuerdo. En esencia somos ese mismo baño lleno de escritos en las paredes, sólo que ahora estamos medio mudos, pintados de blanco.

Para ver la entrevista: https://www.soychile.cl/tv/20220120060300462/Conversamos-con-la-poeta-Silvana-Gonzlez.html

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

Sin comentarios

    Leave a Reply