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Crónicas

A mí me hubiese gustado escribir tan bonito

Acabamos de descubrir que nuestra cronista puede ser buena onda. ¿Se estará muriendo nuestra slasher? O quizá sólo sea porque fue a nuestra casa.

Por Teodora Inostroza

Soy una persona de rituales y uno de ellos es subir siempre al escenario ebria. El problema es que me retraso siempre, debido a que apenas puedo con mi existencia, y eso me impide la parada por la botillería antes de la lectura. Estoy triste: es que las cosas me atraviesan de muchas formas y ninguna de ellas es tan linda como los textos que leen los personajes invitados a la lectura de verano, «Níspero».

Yo nunca he leído mis textos en público. Eso, más la sobriedad, son la razón por la que no puedo dejar de mover la pierna que hace temblar la gradería de Balmaceda Arte Joven. Dos más dos, no estoy preparada.

«Árboles de nísperos crecen en calles y quebradas de Valparaíso. Fruta jugosa a la mano como la escritura del poema a la mano. Para acceder al verso sólo falta pellizcar la fruta. Bajo su cáscara, la pulpa que dará el jugo, la fructosa que hará crecer esta poética de verano que culmina con el cambio de estación. (…) Níspero, lecturas de verano, ofrece esto: aliviar la carraspera, fluir la saliva que hará crecer otros frutos.» Así introduce mi amigo Gabriel Ocaranza, quien organiza el evento.

Las lecturas se dividen en dos bloques, yo soy la penúltima del primero. Entre medio hay vino, una de las razones por las que estos eventos se vuelven interesantes.

Estoy disociada, apenas puedo prestar atención a las primeras lecturas y no es hasta la tercera poeta, Silvana González, que puedo concentrarme. Lo hago porque sus palabras son como un vientecito suave y ya la he escuchado recitar antes. Mi poema favorito es uno que habla de los perros, donde dice que ellos saben a quiénes ladrar. Luego no queda más que seguir disociada hasta que suba otra persona que me importe. El Diego Armijo, por ejemplo, me entretiene con su poema; es el único que lee de pie, como si fuera un pregonero en la feria.

En seguida Gabriel Ocaranza me presenta. Dice: «Ante todo, es puta y escribe porque cuando habla las palabras con sentido llegan tarde a su boca.» Eso le dije yo que dijera cuando me pidió una presentación, pero él agrega que obtuve una mención honrosa en el concurso Roberto Bolaño. Me hace enojar porque no soporto esa pasta base de presentar a los escritores por el currículum vitae antes de subir al escenario. Subo temblando y mis palabras van rapidito como las balas de una metralleta, pero también a tropezones.

Luego viene Vianka Ceverino, que es la última del primer bloque. Me hipnotiza con sus escritos porque son como un hechizo, cantaditos, como si estuviera tirando sigilos para el mundo.

Me gustaría socializar más y no puedo. Saco una copa de vino, vino que me queda en una muela, y me vuelvo a sentar. Me gustaría estar en una burbuja que me vuelva invisible para no tener que conversar con nadie.

 Mientras el segundo bloque ocurre, no puedo evitar pensar en que los poemas de las demás personas son tan dulces, tan arrulladores. Quizá me falta mirar más allá de la rabia que siento. Me da pena que mis imaginarios sean tan acotados. Siento que para venir a un evento así necesito resolver el enredo de cabeza que tengo. Tal vez esta es la crónica donde la slasher se corta el cuello a sí misma y no a alguien más.

¿Cómo lo hacen para prestar atención a detalles tan insignificantes de la vida como hacer un recorrido en micro y lograr sacar de ello un texto? Me da envidia. Quisiera sentir tanto esa querencia por la tierra para poder escribir un poemario. Y no, no lo siento, no lo veo. Puede ser que la inteligencia emocional me esté fallando de tanto resentimiento porque cuando escribo sólo pienso en el rechazo, en el odio, en que este mundo me falló a mí y a mis amistades. En que nos cuesta encontrar un lugar para habitar, en que a veces nos da igual ser mediocres porque la angustia es más grande. En que en la esquina de las putas existen otras reglas, otras maneras de pasar el frío, otras maneras de demostrar amor.

No hay forma en que soporte esta frustración, por eso salgo del sitio antes de que termine el evento. Espero a los personajes sentada entre todos los grafitis que hay en el mirador justo fuera de BAJ Valpo. Pienso en cómo se ve el mar desde el cerro Alegre. Cerro piloto, decorado para que los gringos vengan a tirar sus billetes. Desde aquí el mar se ve mucho más azul.

Los personajes salen de a goteras. Algunos nos quedamos ahí mismo a esperar a quienes fueron en busca de alcohol. La Silvana me regala un pan con queso, salí sin comer por culpa de los nervios. A medida que avanza la noche se forman grupos. Grupos de escritores más viejos, el grupo de los más jóvenes, los que se conocen de tal taller y los amigos de no sé quién. Los cuerpos se nos ponen más lánguidos y se nos suelta más la lengua. Yo elijo el grupo que no hable de literatura porque me pongo densa cuando eso ocurre. Hasta que llega una chiquilla que habla de las crónicas y las críticas y conversamos sobre Panza de burro, de Andrea Abreu. Nos cuesta encontrar un punto en común, eso hace que me sobreenoje. Yo no sé direccionar mis enojos así que disparo para todos lados. No sé, no vine a este reality a hacer amigas.

Nos movemos en manada hacia un bar, probablemente vayamos al Cureptano. No me lo han confirmado, pero siempre terminamos allí. Bajamos la escalera interminable. Yo soy la última, por eso los veo a todos como hormiguitas en dirección a la pérgola. Ya no estoy triste, tengo rabia de las cosas que me atraviesan. Lloro de impotencia encima de todos los que bajaron por la escalera. Y aunque me gustaría poder decir algo más elocuente de la lectura que mi amigo organizó con tanto cariño, no puedo, porque no me soporto y –perdón la intensidad– me quiero cortar la cabeza.

Fotografía: BAJ Valparaíso

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