Menú
Fragmentos

Souza

Nina Avellaneda

Komorebi Ediciones

66 páginas

SOBRE LA AUTORA

Nació en Limache. Fue parte de la primera entrega de libros de Hebra Editorial con los relatos Heroína (2010), mientras era estudiante de Castellano en la PUCV. Publicó también La extravía (2015) y la plaquette Vida de Souza (2019, reseñada en esta web).

Esta entrega definitiva de Souza ha obtenido una cálida recepción crítica. Pierina Ferretti, en La Palabra Quebrada, la compara con Vidas mínimas, de José Santos González Vera. Ana Lea-Plaza, en Letras en Línea, de la Universidad Alberto Hurtado, la lee en diálogo con La hora de la estrella, de Clarice Lispector. Cynthia Rimsky, en la revista web Oropel, señala que «se despliega una sensibilidad respecto a la forma de habitar el mundo». Lorena Amaro, en Palabra Pública, de la Universidad de Chile, anota la «dicción tenue, por momentos onírica» de la novela corta. Todos estos comentarios la colocan en la pole position para aspirar a uno de los escasos premios literarios a libros publicados en Chile. Sí, haremos toda la presión para que alguno de esos laureles viaje a Villa Alemana, donde reside la autora.

*

Cuando Souza termina la jornada camina doce cuadras hasta el paradero y espera una micro verde que lo dejará del otro lado de la ciudad. Se dedica mientras tanto a respirar el aire libre de pegamento. Deja que pasen los minutos sin preocupación porque ha salido del trabajo; puede descuidarse, irse a negro, caminar en línea recta hasta perderse y estirar, de paso, sus largas piernas tullidas. Pero doce cuadras son suficientes y ya quiere estar en casa.

Sin música ni libro en su mochila a Souza no le queda más que ver la calle y sus personas. No se cansa de mirarlas porque nunca una se repite. Él, por ejemplo, tiene la piel morena y las pestañas claras. La cara pegada a los huesos y una nariz que se encumbra desde muy arriba en la frente. En la construcción, a veces, no puede quitar los ojos de sus compañeros, son muchos, todos distintos, aunque lleven el casco puesto. Como no disimula su fascinación, le preguntan si es homosexual, pero no se inmuta, tiene la cabeza atiborrada de gestos, no puede detenerse en una palabra.

Souza y sus compañeros pegan cubrepiso en los departamentos de la constructora Almagri, por lo que gran parte del día están de rodillas. Es un trabajo de nunca acabar porque siempre aparece una nueva habitación sobre la anterior, y luego a la derecha, izquierda, en otra columna. Cuando se asoma a una ventana o trepa a los andamios a fumar, una torre de fierro con un brazo lleva bloques de cemento de un lado a otro.

Después de algunos minutos de espera aparece su micro y Souza asciende sin advertir que las doce cuadras que ha caminado han sido en la dirección de su antiguo paradero. Cuando Luiza se fue, él también quiso irse de algún modo por lo que se mudó de casa y comuna. Ahora hace el recorrido a su vida anterior y no se percata: va mirando rostros, y es que nunca uno se repite.

Luiza era su amiga, la mejor que tuvo. Compartían pasatiempos como ir al bar, poner canciones en el wurlitzer y vaciar shops de cerveza. A Luiza le encantaba ir a un cine que Souza no conocía, así que un día lo invitó y compartieron un tercer panorama fuera del alcohol y la música. La primera película que vieron lo inquietó porque no entendía para qué habían filmado algo que podía ser perfectamente su vida. Había pensado además que la película no tenía final, que concluía en un momento cualquiera sin el apogeo de un desenlace.

Es cierto que en ocasiones sus puntos de vista eran opuestos, pero disfrutaba la posibilidad de estar con ella porque la conocía. Todo cuanto experimentaba con los rostros en los espacios públicos volvía a suceder en el conocimiento de una única persona. Sus gestos habituales echaban a andar una especie de cinta que Souza concebía como un film, entonces era posible detenerse en los detalles, conmoverse con detalles. A Luiza le sorprendía la capacidad de lectura de aquel hombre, que la anticipara y no hallar allí ni un gesto de vileza. Un día, sin embargo, ella tuvo que irse bastante lejos y él debía seguir aquí, aunque no supiera bien por qué.

Luiza necesitaba otro escenario para rearmarse. Llevaba décadas viviendo en la horizontalidad, años cuesta abajo hacia la decadencia de una actriz sin personaje. En ese desajuste fue que lo encontró. Él se detuvo en su rostro más de la cuenta porque Luiza tenía los ojos amarillos, y Souza, el observador, detector de patrones y singularidades, se quedó pasmado.

Nunca volvió al cine, pero oía a veces Essa Mulher, de Elis Regina, y su corazón se reconfortaba. Sus compañeros no entendían cómo una canción así animara tanto al raro de Souza. Él sonreía mucho y con sus manos de concreto les golpeaba la espalda.

Baja de la micro y camina dos cuadras, ya está en la calle que lo llevará a su vieja casa. Hay vecinos afuera que lo saludan con mucho entusiasmo. Se sorprende del placer que provoca en los vecinos, pero no se percata, no recuerda, sólo avanza.

Cuando ha terminado de saludar, busca la llave delante de la puerta. Están las luces encendidas y se oye una radio. Huele a humedad, a pan tostado. De espaldas a la entrada un hombre descansa con una taza entre sus manos. Desde la habitación contigua se escucha un rumor que crece, pasos que se encaminan por el pasillo. Alguien se dirige exactamente hacia donde él está, lo sacude el vértigo, regresar en puntillas o ir al encuentro de los pasos, no lo sabe, todo gira apresurado.

Una mujer de mediana edad se asoma al comedor y le habla al hombre que mastica un sándwich. Souza se queda de pie junto a ella sin poder abrir la boca, intenta un gesto con su brazo, lo levanta como si la sutileza del movimiento pudiese traducir la intensidad de lo que siente. «Luiza» –quisiera decirle– «qué haces aquí». Pero ella no advierte su presencia. Cuando por fin logra articular el nombre de la mujer, esta se voltea y camina decidida rumbo a la habitación. Llama entonces al hombre que le da la espalda, se acerca a él hasta casi tocarlo. Este continúa bebiendo té y mordiendo su pan. Le toca el hombro, le dice: «Oiga…» y lo ve de lleno a los ojos. Nariz encumbrada, pestañas claras, la piel morena de Souza y Souza del otro lado, incapaz de hacerse oír. «Souza», «Souza». Pero el hombre no lo oye. Cuando Luiza regresa, se queda un instante mirándola –a ella y la rutina de esta casa–, sin poder participar.

Solloza como si oyese música y luego, ciertamente, escucha una música muy cerca de sí. Está en su cuerpo y en ella se pierde.

Sin comentarios

    Leave a Reply