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Reseñas

Los dos lados de la cancha

Corte. Reyes, Felipe. Provincianos editores. Limache: 2021, 83 páginas.

Por Canidae

«Hay dos lados en cada pregunta», dice el mensaje que viene dentro de una galleta de la fortuna que me han regalado. Pienso justamente en esto cuando leo Corte, una novela que relata una pelea con cuchillos en la que, precisamente, la confrontación de polaridades se presenta como el eje estructural de un complejo entramado.

Así debió haber sido, caviló el Toño, a mano limpia, a él nunca le habían gustado los cuchillos, andar a los tajos, y menos a los fierros –como les llamaban a las armas de fierro–, les temía, sabía su poder.

La figura del cuchillo se muestra como algo inesperado, indeseado. Su brillo, su forma, su potencia y su impacto son algo que encandila y, a la vez, intimida. Las armas llegaron a manos de los personajes casi como por sorpresa. Mango y hoja representan la destreza que se necesita para defenderse a través de un ataque tan ágil como certero. De esta forma, el Lalo y el Toño, con un puzón cada uno, se disponen a enfrentarse.

Todo toma lugar en una cancha de tierra de alguna población cuyo origen yace en la toma. Al igual que las fotografías en blanco y negro que van acompañando el relato de cuando en vez, esta obra logra retratar el margen, lo precarizado de la vida en un lugar que surgió desde lo comunitario, y nos relata cómo este mismo espacio, durante y después de la dictadura, comenzó a ser habitado por el narcotráfico, dando pie a una distorsionada territorialidad y sentido de pertenencia. En él se juegan la vida y el honor dos personajes que representan lo primigenio y lo que devino; la experiencia y la juventud; lo profundo y lo superficial.

(…) calentaron agua en el fondo de la comida, tiraron en el suelo un colchón con manchas de orina y humedad y una áspera sábana que alguna vez fue blanca, y así ya tenían dispuesto el súbito parto; y en un rato salió el chiquillo –el Lalo–, el primer hijo de la toma.

Felipe Reyes

Esta narración está escrita de una manera en que todo resulta importante: el estilo del autor brota al igual que la sangre de las heridas de sus protagonistas –literales y figuradas–, alternando el fervor de la pelea en cada uno de sus movimientos como en un juego de ajedrez. Esto se contrasta, a la vez, con un engañoso descanso a través de la emanación del mundo interno de los personajes: es la pausa del presente la que nos permite profundizar. En cada momento de la disputa, los contrincantes funden el presente con lo onírico del recuerdo. Se abren líneas temporales en las que se desarrollan personajes y tramas fundamentales para los protagonistas, exponiendo sus sensibilidades más íntimas, entre ellas, sus encuentros de cara a la muerte y las peripecias que han tenido que hacer para subsistir. En una comisaría, en un auto robado de una funeraria, en un triciclo con volantines para vender, en esa misma cancha, acción tras acción se van develando pasajes de la memoria que han construido sus personalidades, sus motivaciones, sus bandas sonoras, la población misma y cómo a partir de lo que parece ser opuesto, se revela lo que es compartido. De esta forma, el autor nos muestra que aquello que había sido entendido como oposición no es otra cosa que contradicción. Son los personajes principales quienes, por caminos distintos, llegan a la misma conclusión: lo absurdo del encuentro.

Es un relato tan crudo como poético, sustentado en los detalles y en los gestos. Está todo hilado como un fluir de la conciencia que se va difuminando entre los protagonistas, la confrontación y lo que está fuera de ella. Ante todo, el imaginario logra permanecer a través de olores, sensaciones, paisajes y escenografías que no exponen otra cosa más que la herida misma de nuestro territorio.

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