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Crónicas

La otra orilla: Primer Festival Internacional de Poesía de Viña del Mar

Una de las poetas invitadas al evento -organizado por América Merino y Felipe Poblete- narra desde dentro su experiencia en la vuelta a las lecturas presenciales y su contracara virtual.

Por Macarena Müller

El miércoles 20 de octubre, en un claro de la zona alta de la Quinta Vergara, me reúno con la escritora Ema Ugarte. Esperamos juntas el inicio de las lecturas que tomarán forma en unas horas más. Mientras el sol baja y el frío humedece, comemos algo, conversamos y recordamos las circunstancias que nos trajeron acá.

La historia es más o menos la misma. Una tarde de octubre de 2020 llega una carta que invita, de forma ambiciosa, al Primer Festival Internacional de Poesía de Viña del Mar. Una locura para el momento, y aún más pensando que la idea es contar con más de treinta y nueve poetas de distintas partes del globo, presentándose dentro de un año en distintas localidades de la ciudad: la Quinta Vergara, el Palacio Rioja, la Facultad de Artes de la PUCV. Un evento que, con fe, esperaba que el encierro que vivíamos fuera a cesar de improviso, un encierro hasta entonces sin final. Y se cumplió el año, y la anticipación se volvió compromiso, y ese proyecto, lejos del epicentro cultural del puerto, tomó forma de verdad. Mientras me acerco con Ema hacia el evento, sé que nuestra lectura será realmente presencial.

Descendemos con algo de esfuerzo y cuando llegamos al evento, está vacío. Creo que nos equivocamos de lugar. Empezamos a desesperarnos y pensamos en el Palacio Vergara, le preguntamos al guardia, quien confirma para nuestro alivio la sospecha y nos invita a entrar, comentando: «El palacio llevaba sellado más de una década, y se oficializa su apertura con este evento y otros más». Ingresar a ese lugar es como entrar a una de esas comedias clásicas de antes, donde la casa colonial es enorme, y el patio, curiosamente oculto para estar al centro de la propiedad de los Vergara, es realmente grande; con su propio árbol de nudos, fuente, columnas, el patio personal de Blanca Vergara y su familia de Viña del Mar; lo demás, jardín para que el resto pueda mirar. Todo huele a limpio y a cloro, y eso rompe un poco el encanto que asume el espacio, pero es lo suficientemente tenue para no quebrar el momento, la lectura se comienza a gestar. Saludos que van y vienen, gente que corre, se tropieza, mascarillas que ocultan gente que la pandemia alejó de lo que recordábamos, el piño de siempre que durante años se acumula entre los palcos de La Sebastiana, Cumming, Balmaceda, el difunto Playa, se agolpa y se sienta entre las sillas, fuma. No son todos, pero sí los suficientes para empezar a inaugurar algo que hace dos años era cosa de muchos días, la lectura de turno, ahora transformada en una excusa enorme y grandilocuente, el festival.

Y es que es festival lo que se respira, silencioso al principio, como toda presentación de poesía, que de a poco se comienza a agolpar. Sillas espaciosas que se llenan, micrófonos, lentes y un traductor de lengua de señas para difundir aún más. El esmero se siente, y también la tensión. Esa que tal vez nace del tiempo encerrados, mirándonos después de tanto, esa que nace de la expectativa de cómo va a resultar. Y comienza, dando paso a las voces de los poetas Juan Cameron y Ramón Lizana, algo se desenvuelve. El ambiente comienza a fluir en su propia paz.

 A medida que se suceden las presentaciones, coexistimos voces nuevas y antiguas en este mundo que habla de oralizar lo que creamos y pienso cuál es la pulsión que lleva a quien escribe a gritar lo que habla. Para mí son dos artes distintas, coexisten desde distintos egos, otra pulsión. La palabra en voz alta implica poder. La piedra que se lanza con fuerza al agua calma, buscando el eco. Pero esa es mi voz, mi intención, y aquí hay otras. Pienso en la lengua calma y pausada de Gladys González, que de una pincelada transporta al mundo de una infancia antes silenciada, encapsulada en su texto, su voz. Pienso en la armónica lengua de Ema Ugarte, que en sus letras entona cantos de guerra que desde la calma dan ganas de alzar. Pienso en Sergio Muñoz y su melódica entonación como cauce de un ritmo siempre nuevo y siempre vivo. Ninguno de ellos grita, pero sus letras lo hacen, y eso para mí define el placer tan incorpóreo que es la celebración de estas lecturas. La fuerza de la palabra, desde lo quedo de la voz, hasta la performance.

El día se cierra entre frío y café tras bambalinas, se presentan libros, coexistimos poetas desde la presencia y la pantalla, unidos desde un canal que la pandemia no pudo mermar.

El resto del festival se sucede de forma híbrida. La presentación de la Red Feminista del Libro se da en formato virtual, en la sede de Arte de la PUCV, cerrando con ello mi participación en la instancia general. Y es extraño, porque de esta invitación reconozco no sentirme tan merecedora. La red es un espacio precioso que se forjó en la fuerza movilizadora de la poeta Gladys González, de feminismo y disidencia, en el cual los granitos aportados crearon uno a uno muchos de los espacios en los que se busca trabajar. Uno de esos granitos es mío, pero ese espacio se debe a su gestora, y todo al esfuerzo que hay detrás. La presentación virtual rodea a Ema, a Gladys y a mí en los actos que nos convocan y en lo que hemos podido aportar. El momento favorito es el de volver a las lecturas. Es interesante porque, a pesar de las pantallas, la voz en off de quien lee sigue dibujando filamentos como si esas palabras se pudieran tocar, clavando figuras en la pupila que se sienten, se palpan. En ese momento siento el verdadero acierto del festival. A pesar de las pantallas, las letras se sienten.

 Finalmente, pienso en el concepto del poeta que Mistral contemplaba. Y aquí reunidos, distintos autores de distintos países, ¿estaremos ajusticiando las realidades de nuestros países en nuestras palabras? La voz de Gabriela resuena dentro y dice que lo que hace el alma por su cuerpo es lo que el artista hace por su pueblo. ¿Somos el alma de nuestro pueblo? La verdad, no puedo saberlo, ni tampoco creo tener el poder de hacerlo. Sólo puedo decir en torno a eso que estos espacios, estos momentos, engrasan lo suficientemente fuerte las tuercas de ella, el alma, para seguir moviendo, una a una, las manos que nos permiten seguir existiendo.

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

 

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