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Perfiles

Armando Méndez Carrasco: un uniforme color mierda para meter cuerpo

Este clásico de la miseria es una referencia obligada para las novelas que permiten entender Valparaíso, especialmente su vida de cerro.

Por Felipe Arriagada

Las pistas de la vida de Armando Méndez Carrasco (Santiago, 1915 –Los Ángeles, 1983) son escasas, pero si buscamos enlazarlas para construir una verdad nos encontraríamos con un problema. 

Sin embargo, podemos tirar de aquellos hilos para reconstruir, si no una bandera, sí una imagen de lo que fue y es Armando Méndez Carrasco. Una sábana gastada donde insertar un trozo de uniforme de paco cosido al papel roneo de sus autopublicaciones, cosido a su vez al vestido de una prostituta, a una endeble baranda del cerro el Litre, a una melodía de jazz, a vasos de tinto y puñales. Y para aunar todo aquello se necesita una lengua que baile sin asco entre el sexo y la comida, pero que también paladee la sangre y la mierda, que escandalice a las buenas conciencias y que, para despistarlos, nos haga transformar la tela construida en un lienzo donde pintar fantasías de sospechosa inocencia. 

Acerca de Victor Hugo, Juan Firula y el Tío Mono 

Armando Méndez Carrasco nace en 1915 en Santiago y transcurre parte de su infancia en Valparaíso. Ya adolescente, retorna a Santiago, donde termina su educación secundaria en una escuela nocturna. Posteriormente ingresa como escribiente a Carabineros de Chile, cargo que ejercerá durante diez años. Se cuenta que su salida de los pacos se deberá a su mal comportamiento y a sus primeros escritos. Sobre su ingreso a la institución, lo explicará por una necesidad de encauzar su vida, de rectificarse. 

«No creo que haya nacido bajo signo fatal. Sin embargo, extraña inclinación me guiaba hacia caminos ilegales, caminos que dejaron un estigma en mi siquis.»

Chicago Chico

Por el contrario, la misma condición fronteriza del policía en torno a lo ilegal, lo pondrá de frente y al lado de mafiosos, prostitutas y proxenetas, a los cuales bautizará en sus novelas como «la Cáfila Hampona». Cachetón Pelota (1967), titulará su tercera novela, en homenaje a uno de aquellos delincuentes.

Construirá su leyenda en los ambientes bohemios santiaguinos como eximio bailarín de swing. De esas noches obtendrá uno de sus primeros apodos, Victor Hugo, por la virtud de  estar  escribiendo siempre «en una mesa llena de papeles ajeno al bullicio». 

El gran proyecto de Méndez Carrasco será él mismo transfigurado en Juan Firula. Este será el nombre de su primer libro (Juan Firula, 1948), sus crónicas (Crónicas de Juan Firula, 1965) y un libro de máximas (Reflexiones de Juan Firula, 1973). De esta forma bautizará también a la editorial con que la que sorteará la censura de la industria editorial: Ediciones de Juan Firula. Juan Firula –Juan Pirula, lo llamarán sus amigos– será, entonces, una identidad y  un bastión con el que meterá cuerpo en el  pacato campo literario.

Son los finales de los años cuarenta y el jazz circula por los prostíbulos del puerto y bares de la capital con la vitalidad de un Charlie Parker infecto de heroína y floripondio. Chicago chico (1962) será el título de la considerada como su mejor novela. En su gusto por el jazz, por un Duke Ellington o una Billie Holiday, sus amigos verán un gusto «por querer ser negro». Méndez Carrasco verá en aquellos el signo de la caída: «Sé que estoy tan solo y perdido como los músicos negros cuando parten de la tierra» (La Mierda, 1970).  

Él mismo se definirá como un «play-boy pobre» y en La Mierda dirá de sus personajes que estos no se encuentran representados «en su villanía, sino en su función cristiana, de integración social». Porque al lidiar con sus personajes asistimos a un vaivén propio de la experiencia de ciertas drogas. Bajo su efecto, la noche se nos abre en música, risas y piel, pero con el avanzar de los días, la falta de aquella felicidad nos asalta, poblando las habitaciones de caña moral. «Había conseguido permiso con noche, pero la noche me fatigaba y sentía su peso» (¡Ordene mi teniente!, 1965).

La crítica leerá sus primeros textos de forma positiva por sus características «proletarias». Pero, a partir de Chicago Chico, la crítica disparará con metralla sobre sus libros. Porque una cosa es cierto aire nihilista, deseable en un Dostoievski, o incluso aplaudible en los niños bien de la generación del 50, y algo muy diferente es que un delincuente, o algo parecido, hable del hundimiento moral y cada media página reparta cual naipes frases como:

«–¡Lo mejor, Escudero, es que te corrai la paja! ¡No hay otra salida honrosa!  ¡Debe meterse el dedo en el poto!»

¡Ordene mi teniente!

Encontrará un compañero en el escritor Luis Rivano, que también poseerá un pasado de paco. La relación será casi familiar y Rivano lo bautizará como el «tío Mono». Arrendarán un local, el cual hará de librería y guarida, donde los folios de las Ediciones de Juan Firulaserán cosidos a mano y vendidos a los «chamulleros», vendedores ambulantes que se pasearán por los bares noche a noche ofreciendo sus libros, los cuales se agotarán prontamente. Al igual que le ocurrió a Sade, los libros de Méndez Carrasco serán leídos como pornografía. Los adolescentes traficarán sus libros para inspirar sus primeras masturbaciones y en los baños de los colegios de monjas las niñas esconderán un Cachetón Pelota como bien comunitario para acceder a una sexualidad negada.  

Pese a ello, la autopublicación le permitirá esquivar el acuerdo de censura tácita en democracia, no así cuando esta se transforme en política oficial. La Mierda, pensada por Méndez Carrasco como el final de su ciclo Chicago Chico, se transformará en el buque insignia de su naufragio. Junto con sus demás novelas será prohibida por la dictadura. A finales de los setenta emigrará a California, donde tratará de entablar una carrera de pintor, expondrá en varias galerías y pululará por las cocinas de Hollywood para enterarse de la intimidad de los artistas a través de sus cocineros. En 1984, convertido a la fe mormona, morirá en L. A., dejando una prole reacia a compartir la herencia de su padre.

De las casas empinadas como milagro y la injusticia ante el uniforme

Ante la desaparición de Juan Firula y de la vitalidad del mundo de la bohemia, al escritor sólo le quedará devenir pintor de paisajes, con seres diminutos y planos como personajes. Un tema recurrente y distinguible en esas pinturas será el Valparaíso de su infancia. Si bien el puerto aparecerá como una silueta, nos remitirá a su novela Mundo herido (1955), novela atípica dentro de la literatura chilena y porteña.

Dos temáticas marcarán su excepcionalidad: la niñez marginal y el cerro. Si bien ambos temas serán tratados por otros autores, de ninguna manera aparecerán de la forma que tiene lugar en Mundo herido. En El río de Gómez Morel habrá niños y marginalidad, pero esta acontecerá en el Mapocho. Si bien el río se transformará en un espacio comunitario, será un vacío de la capital, un lugar por fuera de sus flujos, a la vez que su columna vertebral. El cerro, en cambio, formará parte de la ciudad, aunque en su borde, y albergará otra velocidad del progreso y la historia. Si bien en otro tiempo, más aldeano, el cerro, por sus características geográficas, tendrá una proximidad visual, al mismo tiempo que una distancia física con el plan y su desborde. 

Mundo herido dará cuenta de una forma de habitar que todavía persiste en lo alto de los cerros y que es pilar formador del conjunto de seres que hemos crecido en sus lomas. El cerro será el espacio de las primeras imágenes y sentires: la direccionalidad del tránsito y descubrimiento de los niñas y niñas porteños será hacia abajo. Curipipe, el niño protagonista de la novela, se preguntará al abandonar el cerro: «¿Qué haría mi madre en el plan? ¿Seguiría soñando con la línea oceánica?». Porque si bien González Vera, Uribe Echeverría, Teresa Hamel o el Aniceto Hevia de Manuel Rojas visitarán el cerro, siempre lo harán en subida. El cerro los deslumbrará con fiestas desenfrenadas, pero será un lugar de paso.

Los cerros El Litre, La Cruz, Merced y El Vergel aparecerán por primera y única vez en la literatura de la mano de Méndez Carrasco. Esto nos hace preguntarnos por qué aquellos espacios de las ciudades donde se concentra la mayoría de la población no suelen formar parte de nuestra literatura.

Méndez Carrasco dedicará ¡Ordene, mi teniente! a la memoria de «Hugo Mendoza Gaete, del Escuadrón de Ametralladoras de Carabineros». La muerte de este amigo paco será el disparador de su carrera de escritor. Aunque su literatura inicie como anhelo de justicia o rectificación, lo único observable es la desintegración de esos paradigmas, la medición de los escombros que, más que hablarnos de verdad, nos hablan de la vida misma. Méndez Carrasco construyó un proyecto de escritura donde el lenguaje y la moral se fueron desintegrando a partes iguales. En una de sus novelas cita a Dante, pero la caída de sus personajes, más que terminar en el infierno como destino físico, parece ser un descender eterno por fuera de la historia y el tiempo.

(*) Ilustración de Vladimir Morgado.

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