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Fragmentos

Alimapu

Varixs autorxs

Balmaceda Arte Joven

SOBRE LXS AUTORXS

José Díaz, Paloma Muñoz, Sofía Alarcón, Guillermo Mondaca, Diego Armijo, Renato Roble, Tomás Pérez y Marcos Gallardo Báez son lxs autorxs del libro resultado del post taller Alimapu, dedicado a la creación de textos de no ficción vinculados a la experiencia del fuego en el territorio y dirigido por el editor de esta web, Cristóbal Gaete. Como adelanto de este nuevo libro del LET, el primero creado colectivamente en esta modalidad con ex alumnxs, el texto de Gallardo.

El libro será presentado este martes a las 18.30 en nuestra sede, y será entregado de forma gratuita a lxs asistentes.

Palmas

No había visto el paisaje desde hacía una semana, cuando la quebrada era una tiniebla solo iluminada por las llamas y las balizas de los carros de emergencia. Mi casa estaba lejos, pero subí en caso de que tuviera que ayudar en la evacuación a mis familiares, que viven en la población Puerto Montt. En la casa de mi tía Nancy el humo se veía a no más de dos casas de distancia. En la espera para que empacara sus cosas, trajiné en sus herramientas de jardinería y corté los matorrales que pude, reconocí un matico y un boldo que creció en la entrada de su reja. Los mutilé con la esperanza de que no se quemaran por completo.

Con la tía Nancy ya en un lugar seguro, partí donde la tía Vero. Cruzando la calle arriba de su terreno, las casas desarmadas en el suelo ardían en brasas, excepto la última, en la esquina, que seguía en pie con sus llamas tratando de saltar hacia la cornisa del frente. Cerca de quince personas protegidas con una polera en la cara luchaban para que no cruzara. Había dos baldes llenándose con la poca presión de las cañerías. Los que se atrevían a lanzar el agua a la casa frente al fuego volvían, adoloridos por el calor, a mojarse la cabeza y la ropa. Las paredes y el techo finalmente se derrumbaron. Traté de ayudar echando tierra en los baldes para ahogar lo que quedaba. Casi no había tierra y la pala rebotó en el suelo duro, retumbando en los brazos. En ese momento de calma recién sentí el cuerpo pesado y las ampollas en los pies. Me senté a descansar mientras miraba a la gente a punta de machetazos desquitarse con los árboles que seguían de pie, como si ellos fueran los que hacen asados en medio de pastizales secos. Hacia Nueva Aurora aún se veían las siluetas de las palmas delineadas por el fuego.

Los días posteriores al incendio tuve que seguir trabajando en la carnicería, preparando los pedidos de los clientes para sus cenas de año nuevo, sin poder recuperarme del cansancio físico. Dejé al final los pedidos de Gregorio Marañón para cruzar a Forestal y ver cómo había quedado la quebrada con luz de día. De la calle Granada solo una casa se quemó, cualquiera de ese borde de la ladera pudo correr esa suerte. La ausencia de paredes permitía divisar Forestal, las torres de las Siete Hermanas y el galpón del club deportivo Huracán en la cima de la población Villarrica.

Al terminar la calle se veía todo el recorrido del fuego, que desnudó al cerro acentuando sus curvaturas y precipicios. Quedaron en pie columnas grises con ángulos rectos y travesaños donde solían sostener una casa. Postes negros esparcidos por la ladera hasta el fondo de quebrada eran los restos de las palmas. Se dice que pueden sobrevivir a temperaturas de hasta quinientos grados Celsius, el doble de lo que se necesita para quemar papel. Sin la vegetación alrededor, los troncos formaban filas, como queriendo escapar hacia arriba del cerro. Algunas consiguieron ser domesticadas en el patio de una casa, otras quedaron atrás con sus cocos quemados y heridas con clavos de rieles para subir a la copa y cosechar sus frutos.

A pesar de los escombros y cenizas, se veía mucho movimiento. Funcionarios con sus zapatillas de caña alta y chaquetas de softshell desplegados en terreno. Reuniéndose con vecinos, haciendo recorridos grupales. Los camiones de tres cuartos, cruzando en ambas direcciones lo más lento posible, levantaban una nube de polvo constante por el camino del Huaso. Las zanjas en la tierra hechas por la lluvia hacían tambalear la carga y castigaban los ejes de las ruedas a los que querían tomar un atajo entre Forestal y Nueva Aurora. Los caballos y vacas volvieron a sus corrales, esperaron pacientes en la plaza del tranque hasta que el fuego pasara por los costados del rancho.

En la comunidad del parque Kan-Kan personas subían y bajaban con mascarillas, overoles, botas de agua. Pisaban la capa blanca que dejó la ceniza hasta llegar al riachuelo y hundir los pies en el barro grisáceo. Bajo la zarzamora había un cementerio de caucho y escombros enterrados que seguían ardiendo. Esa misma agua opaca se arrojaba sobre las humaredas para que no derritieran las suelas de los zapatos. Los neumáticos eran desenterrados entre los alambres quemados y los voluntarios los llevaban hasta la cima del cerro. Cuando uno llegaba arriba, inmediatamente aparecía otro bajo la tierra. Casi llegando a la calle Valdivia, entremedio de los cerros estaba la ciudad, indiferente junto al mar. El desierto había dado un paso más en su avance. Lo único que crece en esta tierra estéril son torres de departamentos.

*

En la plaza de Viña los edificios ocultaban el carbón, las copas de los eucaliptos que se alcanzan a ver solo parecían haber entrado al otoño. A mi espalda, una cuerda con un peso fue lanzada a la hoja de una palma; no consiguió engancharse. Al segundo intento se tensó y por ella subió un hombre con la agilidad de un gato, que la desenganchó para que los dos extremos lleguen al piso. El compañero que quedó abajo amarró unas herramientas y las subió, tirando de una punta hacia él, que con la sierra cortó la vaina de cocos para bajar con ella. Todo esto en no más de tres minutos. Su rapidez había detenido el tiempo y a los transeúntes, que se quedaron mirando. Con la herida aún abierta, fui a encararlos.

¿Cómo se les ocurre hacer esa hueá? Se quemaron todas las palmas en Forestal.

—¿Qué hueá te creí? ¿Superhéroe? Camina, ahueonao.

Logré ver que detrás de esos dos hombres había una cuerda, una sierra y un fierro, y no había caso discutir. Alrededor las personas que se habían quedado mirando ya no estaban, la vida seguía su curso.

*

La primera vez lo vi bailando solo arriba de un muro pequeño al fondo de la quebrada. Movía sus brazos y piernas alargadas al ritmo de una cumbia que no pude reconocer. Una vez a la semana, después del trabajo, subía a mi casa por el cerro a regar los árboles plantados en los lugares que se quemaron. Los tenía en un lugar escondido, que no quise revelarle, porque ya se había reportado el caso de un canelo sacado de raíz. Como era una rutina semanal, nos fuimos habituando el uno al otro. Desde mi escondite lo veía pasar por arriba, por atrás, cruzando un tronco, buscando algo. Mientras regaba un litre pasó por mi lado, me preguntó qué árbol era y nos saludó a los dos.

Una de las tantas veces lo vi entrando a la quebrada un poco antes que yo. Dejó una estela de perfume; vestía jeans, un beatle negro ajustado, una chaqueta de cuerina y un copete pequeño engominado hacia atrás. Cuando seguí mi camino, lo encontré arriba del muro con una pipa y un encendedor en la mano:

—Hola hermano, vengo a fumar, pero con respeto —me dijo, sacándose la pipa de la boca.

—Sí po, hay que tener cuidado dónde echamos las cenizas.

—Hay que cuidar la naturaleza hermano, yo vengo siempre acá a relajarme, es bonito este lugar, vengo acá, me subo a los árboles, saco cocos. Estar arriba de una palma es una experiencia que no todos tienen, dicen que esos coquitos son las semillas, yo nunca he visto una chica.

—Es que cuando se sacan los cocos no se permite que se reproduzcan y ahora están en peligro de extinción.

—Igual no sé, si yo desde que ando por acá nunca he visto una palma chica. La otra vez saqué unos cocos… Cuatro lucas me hice. Pa la semana santa saco las hojas de la palma, hay que saber cómo cortarlas, no veí que se sacan las hojas del centro; yo he visto locos que han matado a las palmas. Sabís que yo era punki y no podís luchar contra el sistema, te arrastra. Pero a mí me gustan las plantitas, yo también hago salir semillas.

—¿Has hecho salir coquitos de palma?

—No, yo nunca he visto una chica.

—De ahí salen, hay que esperar a que se pongan amarillos y se caigan solos cuando están maduros, se ponen en un tarro y se espera como un año.

—Caleta, si tienen como mil años. Yo los saco antes, cuando están verdecitos, los partes y te tomas el juguito, es cuando más ricos están. A mí me gusta venir a fumar acá y caminar por todos lados. Una vez fui fui p’abajo y en la volá vi pasar algo al lado, un duende, yo dije. Pero no hay que tenerles miedo. Yo tenía unas frutas y se las ofrecí a cambio de un tesoro y, sin mentirte, me encontré una caja enterrada y adentro tenía una pistola. Después lo intenté de nuevo, le dejé unas nueces y un pancito. Me dio un saco lleno de semillas de hartos tipos. La última vez me encontré una billetera, pero no le ofrecí nada antes, así que ya cagó el trato con el duende. Ya hermano, te dejo, voy a fumar esta hueá, no quiero ni nombrarla, y de ahí me voy a ver qué encuentro.

Después de haber regado fui a la calle y me senté en una banca desde donde se veía Miraflores y algo de la cordillera de los Andes. Había una chaqueta tirada al lado de la banca, pensé en ofrendarla a los duendes. Él apareció desde una dirección que no tenía sentido porque nos deberíamos haber encontrado en el trayecto. Se la mostré:

—Ya la revisé y no tenía nada.

—¿Cómo te fue? ¿Encontraste algo?

—Encontré una bolsa con clavos de 4 debajo de la escala. Hace falta un cigarro, ¿no tení?

—No, no fumo hermano.

—¿Y no tení doscientos pesos pa subir en micro?

Pude ver un gesto de tristeza ante la negativa, o tal vez porque una bolsa de clavos del 4 no se comparaba a una pistola o una billetera.

Cada autoría eligió su fuego.

Marcos Gallardo Báez trabajó sobre el incendio de Forestal-Nueva Aurora del 22 de diciembre de 2022 con la metodología de diario de campo, además de archivos escritos, audiovisuales y fotográficos propios.

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