Otro ex alumnx de nuestra institución publica su primer libro en ¡Argentina!
Por Valentina Labbé
Felipe Arriagada (1990) es un escritor porteño, sensible y piante. De habitar itinerante en Valparaíso, hoy vive en una casa alta sobre escaleras, arriba del plan, en un pasaje invadido por felinxs callejerxs, donde el territorio comienza a empinarse. Es mi amigo a distancia y a encuentros en esquinas entre Valparaíso y Santiago, en bicicletas y pies. De intercambio de libros, cervezas, humos de delirio místico y conversaciones sobre columnas de humanxs y gatxs. Se ha formado en talleres literarios y ha participado en dos antologías. Actualmente trabaja en la escritura de su tesis sobre El Mundo Herido,de Armando Méndez Carrasco, y de cuentos en torno a contenidos como el trabajo, la inmigración y la marginalidad.
Su primera novela, Pasillos ciegos (2021), es una letanía que cruje como un espinazo que se quiebra. Una plegaria de fuga hacia un futuro siempre interrumpido. El autor nos presenta un imaginario marcado por Valparaíso, el placer, el trabajo y la militancia. La primera edición fue realizada por Hora Mágica en Buenos Aires, donde se realizó el lanzamiento del libro físico, que en un principio se vendía digital. El texto concentra eventos autobiográficos de un accidente. Un cuerpo roto y amarrado, intentando recomponerse, mientras la vida gira entre desilusiones y promesas rotas. Luego pensado y escrito desde el confinamiento colectivo en pandemia.
–Cuéntame el mito fundacional y la decisión de armar Pasillos ciegos.
–Comencé chico. Al entrar a la media fui a vivir con mi abuela, mi papá se fue a Santiago, necesitaba sacar cosas. Quedó el hábito, participé en talleres, pero no concretaba nada. Empezó la militancia y lo dejé un poco. Decidí hacer el libro a raíz de un accidente que pasó en 2017. Me quedaron cosas rondando, los textos salían solos. Hubo un borrador, luego otro, pensaba que eran cuentos. Estaban enlazados temática y temporalmente, hasta que dije: «Esto es una novela» y la armé, le hice acomodos.
–¿De qué lecturas se alimenta tu escritura?
–Soy desordenado para mis referentes. A veces me pego con uno y luego lo cambio. Los más concretos son los del hospital, que contaminaron y dispararon la escritura. Releí Los asesinados del Seguro Obrero,de Carlos Droguett, por la prosa y porque corrigió toda la vida, me gusta ese empeño. También La guerra no tiene rostro de mujer,de Svetlana Aleksiévich, El desierto y su semilla,de Jorge Barón Biza, La novela luminosa,de Mario Levrero, y el poema Hospital Británico,de Héctor Viel Temperley. Hay algunos ligados a la génesis de la novela y otros a la escritura plena.
–¿Cómo estructuraste tu narrativa para la novela?
–Al protagonista se le quiebra la columna en tres partes, como la división del texto. Parte en la recuperación, que es cuando comencé a escribir. Fue desde la memoria, porque en ese momento no tienes nada más que hacer. Cuesta el presente en cama, nadie quiere estar así, te gustaría hacer otras cosas, pero no puedes. Estaba la militancia, las promesas de futuro, el rojo amanecer, triunfar, fantasmas y, de repente, la cama. No es épico, sólo hay recuerdos. Primero pensé en cómo la vida me llevo ahí y después fue algo temático estructural: se está hablando de un accidentado, de recuperación, de cómo llega el accidente y ahí hay un vacío que completar. En las dos primeras partes el hospital no es protagonista y eso permite contestar algo en la tercera.
–¿Cuál es tu parte favorita del libro?
–El arco de Fernanda me gustó mucho, siento que quedó bien, porque está la figura de esta chica y se logra una prosa que está buena. A pesar de que era un personaje incidental, es la promesa de otra vida que no fue, un fantasma diabético, es importante.
–¿Por qué utilizaste la tercera persona para narrar eventos autobiográficos?
–El primer borrador fue en primera persona. Eso trae problemas éticos y literarios por la autoindulgencia con el protagonista. Si estás hablando del yo y ya es una novela egocéntrica, se pueden ir cosas. La tercera persona mira con distancia, el personaje no soy yo realmente. Quería hablar de otras cosas, aunque haya elementos de mi vida. En la autobiografía hay peligro de desborde. El yo vomita y olvida la historia, la llena de vacío, de la cosa barroca, como en la literatura chilena. Hay un esfuerzo por rellenar con palabras: a veces queda interesante; otras, pura cáscara y fuego artificial.
–¿Cómo fue el proceso de edición?
–Como fue en Argentina, hay un extrañamiento por la distancia del campo cultural de acá. Eso permitió cierta libertad porque no está editada acorde a valores estéticos arraigados acá. La novela es muy chilena, pero hay una diferencia si alguien de afuera edita algo de acá. No me entendían algunas cosas. La edición la tuvo Ignacio Allende, de narrativa en Hora Mágica, que paró Melina Agostini, también editora. Después de la primera corrección, revisé todo, leía y quería corregirla otra vez. Le borré partes enteras, el final era distinto. La cambié y la devolví. Me dijeron que hay que darles punto final a las cosas, que la soltara. Eso fue importante, dijeron que luego podía hacer otras cosas. También estuvo Mar, que es ilustrador. Fui con Can a sacar fotos a lugares de la novela, como el mall y el hospital. Mar no había venido acá, construyó un imaginario, una interpretación de su imaginación con referentes que le dimos. Como era digital, hizo un póster y así se vendía, con el Valparaíso imaginado de la novela y de las fotos. Sale el lado del cementerio: era igual a mi ventana, con las cruces sobresaliendo.

–¿Por qué se da ese espacio a la militancia?
–Eso se condensa en el principio, las referencias. Hay un imaginario que quiero evocar. Ahora no sé si lo mantendría. Se habla de Valentina Tereshkova, que para mí es significante de comunismo, mujer, los setenta, y eso tiene que ver con el personaje de Amelia. Es tal vez críptico, pero sirve para disparar esas cosas. Hubo partes omitidas porque el personaje necesitaba adecuación en pos de la coherencia. Le doy espacio a la militancia porque es algo fundamental que atraviesa al personaje: sin el accidente hubiera sido una novela de la militancia universitaria sindical. No sé si cuando la estaba escribiendo seguía tan convencido de esas cosas, hoy lo pienso de vuelta. Por eso se muestra cierta distancia, para mí es un aspecto constitutivo que ronda al protagonista. En mi vida era algo más fundamental; para él, es tangencial. No era un tema común, era para un público acotado, pero no me enfoqué en eso por no cargarlo a ese lado. Creo que hay promesas inconclusas de la sociedad, la política y la vida misma. En la autoimagen que se hace el personaje, la política no tiene un papel central, se vuelve tangencial para dar cuenta de cuando uno se llena de promesas para enfrentar su realidad, como resistencia. Por eso termina así, porque qué pasa después de eso, cuál es el futuro; quizás ahora haya más, pero cuando estaba escribiendo hace dos años no había mucho.

–¿Cómo relacionas cuerpo, rehabilitación y placer?
–Circula mucho eso ahora por la biopolítica y la identidad de género. El cuerpo es estar atrapado. Quizás no pueda profundizar más allá del personaje. Todas las estructuras, espacios y edificios caen sobre él y lo quiebran en un sentido literal. No poder escapar de tu realidad se debe a no poder escapar de tu cuerpo. Hay claustrofobia y está relacionado con la identidad, no nos podemos volver etéreos, escapar de nuestros límites, eso nos hace quienes somos. Con respecto al placer, hay una relación con la comida y el sexo que también tiene que ver con la juventud que representa Francisco. Que quiere experimentar las posibilidades del cuerpo. La vida resignada que vivían antes es distinta a las formas de la nueva generación, que quizás existían, pero no creo que hubiera tantas drogas o comida. Igual caemos en la creencia de haberlo fundado todo. Yo no soy tan joven, obvio que había gestiones del placer, pero quizás otras, como el copete. Las drogas son importantes en la novela no como evasión de problemas, sino como placer en sí mismo, como explorar los límites, más allá de la pacatería o buenismo que pueden cargar los discursos políticos o éticos que existen hasta en nuestra generación, aunque sea más libre. «Este loco se saca la chucha, pero también vacila.» Me gusta explorar ese espacio: parece contradictorio, pero es la vida misma. Hay militancia y hay morfina, es así, parte de la libertad de cada cuerpo y su propia resistencia.
–¿Por qué se da importancia al erotismo?
–Una parte constituida del personaje apela al erotismo, que está relacionado con escapar de la pacatería y el conservadurismo de este latifundio llamado Chile y con la forma en la que se establece lo sexual. Está acotado a ciertos personajes que son significativos. Incluso puede ser pacato para nuevas generaciones, pero hay un tema de salir del pasillo ciego y tener una relación fuera de los límites impuestos ideológicamente en tu cuerpo. Como la escena en la que es lavado por las enfermeras y está ahí, a disposición. Hay un erotismo que también es oscuro, con una vinculación a lo religioso. Él sublima una herencia cultural católica: vivir en el latifundio, con Dios y las culpas, y el escape es a través del placer. Aspira a cierta pureza, por eso antes del accidente se pone a militar frenéticamente.
–El texto tiene un paisaje sonoro bien construido, ¿cómo se desarrolló eso?
–Cuando estás limitado sensorialmente, te expandes. Él casi no podía mirar, así que sólo le quedaba escuchar. Una salida a la claustrofobia del cuerpo es el sonido, como una forma de explorar la ciudad y la vida en todas sus posibilidades. Yo vivo en el espacio limítrofe entre el cerro y el plan, me gusta porque hay silencio. A veces sube la ciudad cuando hay caos en el plan, vienen sonidos de ambulancias o de tráfico, pero poco. O hay sonidos pequeños en términos de significados y amplios en ruido, como el pan amasado: lo escucho y no tengo idea de dónde viene, nunca lo he visto, no sé si suena de la escalera, la calle o el cerro. Hay distintas formas de experimentar distancias y pliegues de sonido en Valparaíso.
–¿Qué recomendarías de la literatura actual?
–Se presenta harta literatura universitaria ilustrada, hay un proyecto político de poner esa experiencia en primer lugar. Empiezo a encontrarme con novelas que presentan sujetxs trabajadores, que no son de capas medias altas hablando de sí mismos. Muchxs jóvenes chilenxs son trabajadores. Puedo no compartir ciertos proyectos, pero hay textos que tratan de sectores sociales más marginales. A veces vuelvo a Qué vergüenza, de la Paulina Flores, Panaderos, de Nicolás Meneses, Diego Armijo con Carcasa. En poesía, Curvatura del ánimo, de Daniela Escobar. El verbo J, de Claudia Hernández, y Cuando me maten quiero que toquen cumbia, de Cristian Alarcón. Tengo una deuda con la literatura contemporánea, pero es importante saber que está pasando. Me gusta el empeño de pasar de profesionales con capital cultural y económico a sujetxs ligadxs al trabajo.
–¿Qué buscas en el quehacer literario?
–Dinero, ja. Antes leía entrevistas y había frases grandilocuentes de la literatura como adicción o condena. Para mí, se trataba de sacar cosas; ahora estoy en un buen momento y no necesito tanto eso. Pero no ha mermado el quehacer porque me gusta crear historias y quiero que lleguen a gente. No siento que mi experiencia sea épica, pero puedo trabajar espacios interesantes. Es una pretensión egocéntrica, pero es parte de la literatura tener seguridad en tu proyecto. El campo literario tiene circulación de latifundio. Yo no hago gran cosa, pero puedo parar un proyecto igual.
–¿Qué crees que es importante para escribir?
–Considerar lo que está circulando. Yo estoy medio al debe, pero hay que hacerlo; por último, leer columnas y cosas así. A veces no leo los libros, pero estoy al tanto de lo que hacen igual. Hay que tenerlo en cuenta para que tu obra pueda dialogar con lo de afuera, debe haber una sana relación entre lo que circula y lo que haces. Aparte, tener dignidad con respecto a tu trabajo y autocrítica para no caer en vanguardias queriendo explotarlo todo y quedarse en la autocomplacencia.
(*) Retratos de Kika Francisca González.
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