En su fotolibro El pez que habla (Cuadernos fotográficos, 2021) la fotógrafa construye un relato sobre su acontecer durante la pandemia, recorriendo lugares del día a día y la intimidad, desplegándose también por el territorio habitado. Es una narración que busca, ante todo, mostrar el entorno de quien observa con honestidad y presencia.
Por Canidae
Procedente de San Bernardo (RM), reside en Placilla desde ya hace tres años. A través de este movimiento reflexiona respecto a lo que ha significado en su historia de vida ser alguien lejano a la ciudad: contrapone la aridez de las calles de tierra de su población natal con los cuerpos de agua y los bosques de monocultivo, artificios de su actual domicilio, a kilómetros de los centros donde todo sucede.
Leslie Miranda Zepeda (1986) es fotógrafa y se ha desempeñado como docente en instituciones de educación superior en esta misma área. Actualmente se dedica a seguir desarrollando su lenguaje fotográfico, además de cuidar a sus hijos de cinco y tres años y buscar inquietamente lecturas y nuevos saberes.
Su trabajo más reciente, El pez que habla (2021), surge como una exteriorización del mundo emocional en el que se vio sumergida durante el año pasado y el presente, dadas las nuevas maneras que la cuarentena le ofrecieron a su cotidianidad y a los involucrados en ella. Perspectivas, procesos y entendimientos son expuestos con sencillez, no buscan ser más que lo que son: «La humildad no es otra cosa que atención», dicen que dijo Hebe Uhart, parafraseando a Simone Weil.
–¿Cómo llegaste a la fotografía?
–Mi acercamiento a la fotografía fue muy accidental y un poco empujado por esta norma social de que hay que estudiar algo para ser alguien en la vida, aunque es un mito que ya se ha derribado en los dos miles. Me decidí por la fotografía. Si te puedo ser sincera, no tengo idea de por qué. Fue una corazonada, desde mi completa ignorancia, desde todos los clichés posibles para una persona educada en un liceo particular subvencionado que no tenía acceso a una educación artística visual más allá del promedio, entonces fue muy accidental. Mi papá sí es aficionado a la fotografía y por ahí en la casa había dos libritos de técnica fotográfica, uno que se llamaba La miniguía para la fotografía, que era de una asociación de Kodak con El Mercurio, un librito muy pequeñito que siempre hojeé. Me llamaban la atención las reglas, cómo obturar, la velocidad, el diafragma… Por ahí puede ser que yo algo imaginé de lo que se trataba.
–Entonces, ¿llegaste a la universidad y nunca habías sacado una foto?
–Nada.
–Nada.
–Nada. Nunca hice un taller: nada.

–¿Qué pasó con el acto de tomar una foto?
–Al principio era muy lúdico, yo estaba jugando a tomar fotos, no tenía idea de qué estaba haciendo. Hacía puras cosas que vi después que mis estudiantes hacían en primer año, que es básicamente repetir imaginarios de otros. Son imaginarios superimpuestos que, como una no tiene una educación artística de base, entras a este mundo y empiezas a repetir. Siempre me interesó desarrollar una buena técnica mientras fui estudiante, fui muy exigente respecto a eso. En esa época el digital estaba recién llegando, entonces toda mi educación fue en base al análogo. Te involucrabas con la fotografía al hacer todos esos procesos de otra manera. Yo creo que cuando estuve en la universidad la foto significó explorar, comprender, entender.
Me quedé un poco por seguir el ritmo, porque era lo que había que hacer. Cuando egresé no quería titularme, pero lo hice por expectativas familiares: obviamente era importante, si ya había egresado, tener el título. Tengo que reconocer que eso lo hice un poco por cumplir, porque ya en cuarto año estaba un poco desencantada. Y también siempre me estoy cuestionando la fotografía, como que no es suficiente, como que parece que hay algo más que me gusta, y me pongo a explorar otras cosas, pero siempre vuelvo: me hace sentido de nuevo. Es como un tira y afloja.
–¿Cómo te sientes ahora con la fotografía?
–He logrado un equilibrio sano, estoy en paz con la fotografía. En este momento es una herramienta que me ayuda, que me sirve, que me permite un cierto sentir, me permite ser yo en un cierto nivel. Gracias a la fotografía puedo ser yo.
–¿Y cuál es tu acercamiento a la literatura y al libro como objeto?
–El libro sí representa algo que ha estado durante toda mi vida. La foto es un accidente y el libro es un compañero de vida. Aprendí a leer muy chica de manera autodidacta y entré al colegio leyendo, a prekinder. Siempre fui lectora, siempre me gustó. A todas las casas a las que yo iba siendo niña, lo primero que hacía era ir a donde estaban los libros. El libro llega a enseñarme. En ese tiempo no había internet, entonces el mundo estaba en los libros. Mi infancia era muy plana, como color amarillo: periférica, sin área verde, calles de puro polvo; entonces, con los libros, resulta que había otros mundos. También gracias a los libros empecé a tener la necesidad de saber cosas.
El libro como objeto es algo que me ha fascinado toda la vida: el olor de las hojas, hay una relación en el libro como objeto que me parece que muchas personas compartimos y hay algo ahí que es físico. Eso también me pasa con la fotografía análoga; hay una relación material con el objeto.
–¿Cuándo fue la primera vez que tomaste un fotolibro o que viste un fotolibro?
–Al fotolibro llegué más tarde, en el diplomado [en Creación Fotográfica] de la Universidad Católica, con un taller de fotolibro con Andrea Jösch en el cual tuvimos que hacer uno. Entendí muchas cosas. La fotografía es una disciplina un poco –bueno, en este país, en general todas las artes– elitista, en el sentido que es muy de los fotógrafos no más: somos los puros fotógrafos, nos consumimos entre nosotros las fotos y nos vemos y vamos a nuestras exposiciones, es algo muy cerrado. Entonces, el fotolibro se me presentó como la posibilidad de sacar la foto de la exposición cerrada, de un espacio cerrado, y de poder circular las imágenes de una manera más…, no voy a decir masiva porque de qué masividad hablamos con cincuenta copias, pero sí es un alcance permanente. La foto siempre va a estar ahí, la puedes consultar, mientras que, en la exposición, viste la foto y se desmontó y se acabó.
El fotolibro también me permitió posicionarme como una persona que hacía fotos. Yo siento que hacer un fotolibro es como un currículum como fotógrafa, es como tu carta de presentación, y también se genera un pequeño circuito, puedes dar a conocer ese material y llevarlo para varios lados. Entonces, mi opinión es que de verdad el fotolibro es una pieza clave para las personas que hacen imágenes.
Lo archisabido
El pez que habla abre con una cita de Ingerborg Bachmann y cierra con otra de Ernst Meister. El título, al derecho en un principio, y tachado y al revés al final. Entre medio, imágenes de cámara instantánea, también de análoga de 35 mm y algunas digitalizaciones con escáner de dibujos de sus hijos.
–¿Cómo fue armar el relato?
–El relato lo hicimos con Miguel Ángel Felipe, que es un gran editor. Es complejo el trabajo fotógrafa-editor porque finalmente es el puje para que tú sepas qué es lo que quieres decir, para que lo entiendas primero. Cuando se hace ese trabajo solo, es mucho más difícil, te das muchas más vueltas, mientras que el trabajo del editor te lo aclara. Yo principalmente quería trabajar con algunos ejes: el territorio y la condición de hogar, la casa, el habitar un espacio; esa casa dentro de un territorio, enmarcada dentro de un territorio. Ese era un eje que la pandemia me puso como una cachetada. Otro eje, obviamente por esa misma condición, fue mi relación con mis hijos, y otro más, mi relación conmigo misma, un poco lo que también estaba pasando conmigo en el momento de la pandemia. A pesar de que no me incluí de manera tan gráfica o explícita en las imágenes, sí elegimos varias en las que pudiéramos inferir una suerte de estado de ánimo en el cual estaba inmersa en la pandemia.
Todas las salidas de ir a comprar al pan, al supermercado, todo, todo era con la cámara. El más mínimo momento de poder ir a conseguir algo hacia afuera significaba llevar la cámara: «me voy a ir para el tranque, necesito mirar agua, necesito mirar los árboles». Fue un reencontrarse muy importante. Esa relación de la foto con el territorio: aquí estoy a gusto, foto. También, como nunca antes, fue muy necesaria la foto para poder expresar un estado de ánimo, una incertidumbre y, a la vez, un estar adentro que igual estaba bueno. Finalmente decidimos entrar a la narrativa por el concepto de hogar, entonces entramos con la casita con el arcoíris, con la casa en la noche, con el chico mirando por la ventana y de ahí hacia afuera. Así se va desarrollando la narrativa.
–Y más allá de lo formal, la última cita viene a confirmar el contenido del libro, las cosas archisabidas, el entorno, lo del día a día ¿no?
–Este es el tipo de imágenes que puedo hacer. Yo no quiero venderle la pescá a nadie, entonces todo lo que tengo para decir son cosas archisabidas: la maternidad, el territorio. Que son cosas obvias, evidentes, pero que también a todas las personas les afectan de forma diferente. Para mí, por ejemplo, el tránsito de la maternidad ha sido una experiencia supertransformadora, no sólo porque soy mamá y tengo dos niños y los crío y los mantengo con vida, sino porque ha sido una experiencia transformadora de la persona que soy yo, más allá del hecho de ser mamá: ahora yo soy una persona diferente por eso que me pasó, que fue la maternidad. Esa transformación en la foto es vital. Yo ya no puedo seguir tratando de pretender lo de antes, ya no, ya no soy esa persona. Ya no pretendo nada, sólo quiero mostrar lo que soy de forma honesta, la verdad, transparentemente, y también muy mediada por el amor. Siento que reproducir el dolor, la miseria, a mí ya no me hace sentido. Estoy en un plano en el que necesito reproducir lo contrario. El hecho de ser con infancias me hace necesitar semillar algo positivo.
Mis hijos son mis mayores lectores de imágenes, todas las fotos que saco las veo con ellos. Son mis mayores críticos, tienen cinco y tres años y consumen las imágenes que yo hago. Entonces, cuando se enfrentan a imágenes que son más incomprensibles para ellos, yo también tengo que ser capaz de explicar, de contener, de ayudar a comprender. Prefiero ser transparente en el tipo de mensajes que lanzo para afuera, porque todo lo que lanzo hacia fuera es un lanzar hacia afuera a ellos.
Mano de obra
Su fotolibro es un cuadernillo cosido a mano con una cinta de todos los colores. No está pegado a la tapa, mas si la estiras, portada y contraportada son otra fotografía más. Al desatar el cordel blanco, se ve el cuadernillo desnudo: el libro no tiene guarda. En un momento de la entrevista, la fotógrafa confiesa que en un principio le asustaba la idea de que no estuviera adherido a la tapa porque podrían pasarle muchas cosas.
Toda la confección, a excepción de los cortes de las hojas, fue hecha por Leslie.

–¿Y por qué no tiene guarda?
–Cuando lo diagramé, siempre pensé en que la tapa del libro dijera el título y por el otro lado, que lo tuviera tachado. Entonces, si le ponía guarda, perdía este mensaje. Como los cuadernillos tienen que tener cierto número de páginas, tendría que haber añadido otra página para pegar la guarda y eso ya me complicaba el proceso de encuadernación. Por una decisión práctica dije: «Voy a dejar esto así y voy a ver cómo puedo hacer el tema de la guarda». Entonces cuando pensé dejar al aire el hilo, que es multicolor, entonces le hice una rosita y pensé que no podía esconderlo.
Creo que la construcción física de un libro también es un proceso bacán. Es un proceso que de verdad se debe hacer al final, porque para los ansiosos y ansiosas como yo, piensan en una portada, en una tapa…, pero son decisiones que se deben dejar para el final, porque después cuaja todo. Es algo superpositivo no tenerlo resuelto, porque la vida no es perfecta ni resuelta. Y si se cae, que se caiga.
*(*) Fotos de Kika Francisca González.
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