Varios Autores
Centex
56 páginas
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Verosímiles es el resultado del Workshop Formas de la prosa, dirigido por nuestro editor en el CENTEX durante el primer semestre. Compila textos de Mia Maurer, Gaspar Peñaloza, Fernanda Meza, Yael Araneda, Gabriel Ocaranza, Máximo López, René del Fierro, Sergio Guerra, Paula Merlo, Rafael Cuevas, Camilo Herrera, Pierina Ferretti, Camila Rojas y Alvarex. Se reproduce a continuación el cuento de la primera autora, que abre el libro, disponible en formato virtual desde el repositorio de la institución. Daniel Jorquera fabricó cien copias físicas.
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Retratos
Lunes, mediodía, invierno. Voy por la calle distraída, queda mucho domingo en mi sombra. Tropiezo con una banqueta. Agacho la mirada y veo un señor medio encorvado, canoso y entrado en años, sosteniendo un papel que anuncia su oficio: retratos. Al lado tiene unos dibujos que sirven de ejemplo, algunos son estilo caricatura, algunos realistas; hay un retrato de una mujer encantadora que tiene la sonrisa y la chasquilla del mismo tamaño.
—¿Puedo?
—Tome asiento.
—Permiso.
—¿Quiere un retrato?
—Sí.
—¿En verde o en azul?
—En azul.
—Bien.
—¿Le importa si lo dibujo yo a usted también?
Me mira dubitativo.
—Como guste.
—¿Me presta un lápiz?
Rebusca en su caja de zapatos. Me pasa un lápiz mina. Y arrancamos. Me detengo en su entrecejo. Sus cejas son cortas pero se elevan hacia la frente hasta perderse bajo un sombrero. Su boca apenas se distingue detrás de una barba blanca, desde ahí en adelante todo es pelo: alrededor de las orejas, en el cuello, en el pecho, pelo enroscado y blanco. Retorno a la mirada. Trazo los anteojos sobre una nariz grande con más pelos locos y algunos puntos negros. Debo entrar en los cristales, rodeo los ojos, un contorno lleno de grietas que hablan, el borde de sus ojos achinados por las arrugas desaparece en la barba. Voy llegando cada vez más al centro pero su mirada salta, me recorre, me desviste. La espero. De pronto coincidimos, pero él no se complica, se queda un segundo, una mirada corta y punzante y luego sigue, sus manos vuelan ágiles sobre el papel, usa toda la mano, los nudillos, las yemas. La gente sigue pasándonos, para acá, para allá, con bolsas en la mano, apuradas, algún niño tironeado por su madre, algún perro que cruza la calle.
Nos interrumpen. Una mujer sale de la puerta a sus espaldas.
—¡Oiga, Héctor! está saliendo agua por debajo de su puerta…yo que usted me apuro…
El caballero se incorpora rápido, los lápices y los papeles se vuelan por la calle, se mete al edificio tambaleando, desaparece en el umbral.
Me levanto y agrupo las cosas dispersas. La vecina que salió a dar la alerta prende un cigarro y lo agarra entre los dedos gruesos hacia la palma de la mano, el humo le sale por los hoyos de la nariz, con la otra mano se aprieta el chal al centro del pecho.
—No es primera vez que le pasa, igual que a mi mamá, lo mismo, yo le he dicho ya que a estas alturas ya no pueden vivir solos, pero no escuchan, ese es el problema, aparte que se les olvida todo, yo le digo a mi mamá, oiga, entienda, es por su bien, porque a veces sale a la calle y se da cuenta a mitad de cuadra que salió sin zapatos, y don Héctor igual, deja las llaves adentro del refrigerador, se le olvida cerrar la llave del agua, es peligroso porque se le podría quedar prendida la estufa y hasta ahí no más llegamos todos, a mí me da pena el caballero, tan talentoso que es, me hace retratos para mi cumpleaños, ahí los voy acomodando yo, y así veo cómo va pasando el tiempo, él cuando me hace los retratos me los regala pero me pide que me quede quieta diez minutitos más porque hace otro y él lo guarda, para el “registro” como lo llama él, así lo puede usar de muestra y yo me vuelvo famosa. Si quiere suba no más, debe tener la pura embarrada allá arriba el caballero eso sí, después me viene a pedir un cordel para colgar los papeles, le voy a pasar el secador de pelo mejor, no vaya a ser que… Pero debe estar todo mojado allá adentro, si no vas tú voy a ir yo, igual yo tengo una copia de todo menos mal, no puedo ayudarlo ahora porque tengo que ver a mi mamá que no la puedo dejar ni un minuto sola, pobrecito don Héctor que no tiene hijos…
Cruzo el umbral. Es un edificio antiguo, amplio, descascarado. Todo es humedad, una condensación de olores reciclados, gatos esquina, niños libres. Subo las escaleras y un hilito de agua que gotea me va indicando el camino hasta una puerta entreabierta. Un charco enfrente. Intento rodear el agua sin mojarme, equilibrando los papeles, la caja de zapatos y la banqueta.
Golpeo la puerta. Nadie responde. Me quedo ahí con las cosas entre los brazos, miro hacia abajo y trato de usar el reflejo del agua para ver hacia adentro. El agua tiembla y se arruga, pero no me da ninguna pista de qué hay al otro lado. Alguien cierra la puerta de la calle, escucho murmullos en la escalera, aparece la vecina que fuma. Se acerca y me deposita un secador de pelo entre la pera y todo lo demás.
—Pasa no más, mijita, si entre antes se pongan a secar mejor.
Se da media vuelta y desaparece, abrazándose con el chal y musitando. Con la punta del pie le doy un empujoncito a la puerta.
Una capa fina de agua cubre todo el piso, apenas un centímetro. En ella flotan retratos. Recorro el lugar mirando hacia abajo: la vecina me mira de perfil, de frente, con el pelo tomado, con el pelo suelto, con un cigarro entre los labios, con una sonrisa, con los labios juntos. El viejo está sentado de espaldas a la puerta mirando por la ventana con las manos sobre las rodillas.
Deposito la banqueta en el umbral, y encima la caja con los papeles, y encima el secador.
—Don Héctor, sus cosas.
—Déjelas donde estime conveniente y cierre la puerta por favor —dice, sin voltearse.
Dejo las cosas donde estimo conveniente y cierro la puerta.
Deslizo mi mirada por las paredes mohosas tapizadas de dibujos. Recorro los marcos de las ventanas, donde minúsculos chinches aprietan más y más dibujos, hasta en las partes más altas del marco se asoma una imagen que espera una mirada que se eleve y se pose en ella de vez en cuando. Del cielo cuelgan algunos croquis, ahora entiendo el miedo de la vecina. Don Héctor parece no estar ahí, sigue sin moverse, con los ojos fijos. Su mirada me lleva al único sitio limpio de trazos, justo al lado de la ventana, al lado de sus pupilas afiladas.
—¡Aquí!
Mi voz se escucha como un trueno trizando el silencio. Su mirada ahora se posa en la imagen de sí mismo, observa cada una de las arrugas de su frente como si fuera la primera vez que las ve.
Tuve la certeza de que don Héctor lleva años sin mirarse en un espejo.
Tomo mi retrato en azul y sin decir nada cierro la puerta como me había pedido.
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