Nosotras, las otras
Viviana Ávila Alfaro
Libros La Calabaza del Diablo
49 páginas
Por Silvana González
Al revisar los breves textos que componen esta edición, me surge como un primer cuestionamiento: ¿dónde están efectivamente las otras? A lo largo de este trabajo que consta de cuarenta y un escritos en prosa poética, no encuentro sino hasta una altura avanzada una imagen concreta de las mujeres.
Existen tres ejes por donde en su mayoría pasan los contenidos de este monótono conjunto. El primero es un somero alcance a nuestro contexto social, que involucra una mirada reducida del patriarcado, las clases sociales, un surtido de consignas recicladas y, por qué no decirlo, clichés. Como “no ver la tele porque miente” o “que te vayas bien viejito de este mundo que viste arder y vencer en dignidad”, que abusan de la verbalización de lo que vivimos en nuestro país.
En el segundo eje es la idea de la voz principal sembrando y cosechando, que alcanza algunos momentos interesantes como consolidar una temática de autocrecimiento.
El tercero, repetitivo y eclipsando constantemente a los dos anteriores: un personaje masculino con el cual existe una ligazón amorosa y conflictiva. Hay un desquite hacia él y sus acciones, pero que se da por entender que, pese a que se mencione la libertad, se pertenece dependiente: “Porque la vida no es vida si tú no estás en ella bien y tranquilo y feliz para que estés conmigo bien y tranquilo y feliz”.
En general cada uno de los textos que comienzan con alguna orientación en particular se desvían para volver siempre al personaje masculino. Por lo que varios de los textos enmarcados en diferentes nociones remiten a este ser. En el escrito “Esta clase de octubre”, que hace una alusión directa a nuestro estallido social, termina opacándose por las ganas de confrontarlo en sentimientos íntimos e irrelevantes dentro del caso.
Se habla de una era del ego; de una situación de injusticia, pero el personaje principal parece desmarcarse y vivir dentro de un mundo paralelo donde los baños de tina, patos y cúmulos rosados son realidades posibles. Pareciera recordar levemente a los mundos donde habita Alejandra Pizarnik, pero sin encontrar una identidad. Se insiste en hablar de estos tiempos no llegando nunca a profundizar en algún aspecto como para ponerlo en cuestionamiento.
Algunas intervenciones interesantes surgen dentro de “¡Que ardan las palabras!”, ideas sobre una libertad simbolizada en pájaros rojos, pero que también recae en lugares comunes y en variadas ocasiones en rimas desafortunadas. Una reivindicación del género en donde la recurrencia del innombrable hace que difícilmente llegue a explayarse.
El texto principal del conjunto cuya aparición en portada hace intuir una composición coherente dentro del libro, refiere a un vómito del perfil masculino, de soltar las acciones patriarcales que carcomen el presente. Sin embargo, se contradice cuando se da muestra de indicios de una heterosexualidad romantizada, que genera marcas en el otro; peregrina sin seguir su camino, jamás suelta y se sigue pensando insistentemente al hombre.
Hay una tendencia a generalizar sobre “las otras”, donde se las estigmatiza como “mentes hechas trizas por un corazón que se deshizo de humanidad y benevolencia”. Les quita la oportunidad de manifestarse fuertes realmente, sin carencias o una dependencia hacia un otro que termine acaparando. En el breve espacio dedicado a las mujeres se habla de ellas arrancando siempre y entregándolo todo.
Se echa de menos un espacio limpio, sin el romantizar conflictos como una plaga; donde se entregue efectivamente una reflexión sobre lo que representamos nosotras en sociedad, quienes somos en este tiempo de cambio y qué nos agenciamos como género potente e independiente.
Esto es precisamente lo que, como las otras, no queremos ver más. El hombre inmiscuido en nuestras páginas, sentir una vez más que todo el foco apunta hacia una relación, seguir siendo las otras y que no se permita abordar temáticas sin tener que pasar una y otra vez por una atracción con ellos.
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